Diez años de crisis

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Hay aniversarios que se recuerdan con inolvidable emoción, mientras otros remueven heridas muy profundas que no han sido del todo curadas. El próximo 15 de septiembre se cumplen diez años de la quiebra del gigante financiero Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de los Estados Unidos, tras 158 años de actividad, desencadenando el inicio de una gigantesca crisis que incendió la economía mundial de forma devastadora, con efectos dañinos que todavía perduran, generando la que se denomina por mérito propio como la “Gran Recesión”. Desde entonces no se ha recuperado la tranquilidad.

Mucho antes de esta fecha, se habían alimentado las condiciones que desencadenaron ese formidable cataclismo económico y social mediante dos elementos llamados desregulación y liberalización del sistema financiero y de los flujos de capital, generando una economía especulativa sin control alguno. Durante años se despreciaron las escasas voces críticas que venían alertando de que estábamos a las puertas de una crisis cuyos efectos catastróficos podrían ser incalculables, como así ocurrió. Por el contrario, el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su informe de abril de 2007, a las puertas de la catástrofe, afirmaba satisfecho: “Los riesgos para la economía mundial se han reducido, haciendo que el crecimiento económico internacional sea vigoroso y perdurable, no existiendo razones de preocupación sobre la economía en el mundo”. Nada sorprendente porque el FMI trabajaba activamente desde hacía décadas en afianzar el proceso de liberalización financiera desregulada causante de la crisis. Lo llamativo es que en los años siguientes, los pirómanos se convertirían en bomberos, al extender el FMI sus dañinas políticas de ajuste estructural al conjunto del continente europeo y en particular, a los países del Sur, afectados por una crisis de deuda desbocada.

Con rapidez, descubrimos que bancos, cajas de ahorro y fondos de inversión habían actuado sin escrúpulos mediante prácticas especulativas tan sofisticadas como inmorales, empaquetando créditos basura vinculados fundamentalmente con préstamos inmobiliarios de alto riesgo para generar productos financieros tóxicos sin control alguno, con los que especulaban en los mercados mundiales. Y de inmediato, los gobiernos de los países occidentales inyectaron formidables cantidades de dinero para salvar, rescatar y sanear a las mismas entidades que habían actuado de forma tan deshonesta, causantes de un escenario desolador.

Numerosas personas perdieron sus ahorros y sus viviendas, los despidos, el desempleo y el cierre de negocios se extendieron hasta niveles nunca antes vistos desde el “crack” del 29, al tiempo que la pobreza y la desigualdad alcanzaron cotas desconocidas mientras, por el contrario, la riqueza en muy pocos no ha parado de crecer. Una vez más, la respuesta a la crisis generada por un neoliberalismo salvaje y sin control fue reestablecer las tasas de ganancia del capital y dar más poder a las élites económicas, de espaldas al sufrimiento, a la precariedad y a la ausencia de futuro de millones de personas en todo el mundo, algo que conocemos bien en España. Por paradójico que pueda parecer, en un país como el nuestro que ha sufrido como pocos esta gigantesca crisis, el número de ultrarricos con patrimonios superiores a los 30 millones de euros se ha triplicado en la última década, alcanzando las 579 personas, al tiempo que el 12% de la población más acaudalada concentra el 87% de la riqueza, según datos del Barómetro Social de España.

Por si todo ello fuera poco, ese mismo neoliberalismo desregulado a cuyos bancos hemos inyectado formidables recursos públicos ha aprovechado la crisis para dañar las instituciones democráticas, rompiendo estructuras de cooperación y solidaridad colectivas esenciales, sin parar de cuestionar el papel y la necesidad de entidades sociales, educativas y sanitarias públicas en países que han sufrido continuos recortes presupuestarios y reducciones de plantillas que los han colocado al límite. Por no hablar de cómo han convertido nuevamente la vivienda en objetivo prioritario de su salvaje especulación a la que nadie parece poner límite.

No es por ello casual que a medida que la Gran Recesión avanzaba se extendieran dos fenómenos que están planteando importantes problemas en numerosos países europeos. El primero de ellos es el ascenso de movimientos nacionalistas que utilizan como solución a sus problemas la narrativa de un sentimiento identitario específico. El segundo es el auge de una extrema derecha que trata de capitalizar el descontento y el malestar social de los años recientes entre amplios sectores de la población reivindicando un neofascismo, cuyos rasgos más visibles son la xenofobia antiinmigrante, un proteccionismo nacionalista, junto a la descalificación del sistema político e institucional.

Sin embargo, hoy en día, seguimos viviendo con miedo, escuchando y leyendo con insistencia informaciones alarmantes que demuestran que no se han aprovechado estos pasados años para mejorar la salud del sistema económico y financiero. Desplome de bolsas, inestabilidad y turbulencias monetarias, endeudamientos públicos desbocados, depreciación de monedas, encarecimiento del servicio de la deuda, retirada de estímulos fiscales, reducción de la calificación crediticia, activos financieros expuestos a un elevado riesgo, desaceleración económica, subida del riesgo país son conceptos con los que convivimos cada día, anunciando la posibilidad de nuevos incendios sobre la economía mundial que pueden llevarse por delante, de nuevo, la vida de muchas personas.

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