
Son numerosos los problemas que requieren intervenciones urgentes en nuestras ciudades. La lista es amplia, aunque su contenido varía en función de los intereses de unos y otros. Pero con el tiempo, ha avanzado una manera de actuar sobre nuestras urbes que se denomina arquitectura hostil, entendida como intervenciones en los espacios públicos mediante modificaciones encaminadas a desalentar su utilización por determinados colectivos, particularmente desfavorecidos y sin hogar.
Naturalmente que el urbanismo, al tener que ordenar, elegir y jerarquizar sobre la ciudad, determina elementos que pueden ser contrapuestos entre sí, como sucede cuando se opta por el vehículo privado frente al peatón o al espacio público frente al privado.
La arquitectura hostil interviene a modo de técnicas deliberadas sobre las calles, el mobiliario y los edificios para impedir que las personas puedan ocupar lugares públicos, evitando así que puedan juntarse en determinados espacios, para favorecer la individualidad frente a la sociabilidad, e incluso el consumo sobre el disfrute. De esta manera, cada vez más lugares están al servicio de actividades económicas privadas que condicionan hasta el libre tránsito por ellas, como sucede en algunas calles y vías públicas inundadas de terrazas de bares y restaurantes.
Naturalmente que en las ciudades mediterráneas, con un buen tiempo permanente, apetece poder sentarte en una terraza en compañía para charlar y disfrutar de un rato agradable. A todos nos apetece. Pero esto debe llevarse a cabo en lugares amplios que permitan el libre paso, sin impedir otros usos ni dañar el descanso de los vecinos, un derecho que ha sido reconocido, incluso, por los tribunales.
Pero la hostilidad en nuestras ciudades va mucho más allá, colocando bancos antimendigos con brazos metálicos para evitar que las personas puedan tumbarse o dormir en ellos, poniendo rejas en lugares en los que poder estar, ubicando cada vez más bancos individuales para que los ocupen personas que no puedan sociabilizar con otras. También es urbanismo hostil reducir las zonas de sombra para evitar lugares de disfrute, colocar artefactos junto a edificios públicos para impedir que haya posibles concentraciones, situar pinchos y hierros en lugares en los que se quiere evitar el paso o el asiento, incluso permitir que nuestras aceras se conviertan en sucursales bancarias donde las personas tienen que realizar sus trámites ante los cajeros automáticos colocados en la calle, como si no se quisiera que entraran en las sucursales. Por cierto, sin pagar impuestos por ocupación de la vía pública, como recogen las ordenanzas municipales.
Este compendio de arquitectura hostil es asumido con resignación por los ciudadanos, aunque envíen un mensaje de rechazo hacia aquellos contra los que se dirige. El problema, para muchos, ya no es que haya personas en situaciones tan extremas que solo tengan las calles para dormir sobre bancos y aceras, sino que exista quien se atreve a afear las vías públicas y ocupar el mobiliario con sus enseres. Se deja de hablar de las causas del sinhogarismo para poner el acento en evitar, por todos los medios, que haya quien se atreva a dormir en un banco, tratando de impedir que estos desdichados estén por las calles y desaparezcan de nuestra visión, aunque sepamos que en realidad pasan a ocupar los arrabales y campamentos improvisados en los barrios de la periferia.
Entradas de casas, rellanos, escaparates, marcos de ventanas, chaflanes, zonas de estancia, accesos, cualquier zona puede dotarse de artilugios disuasorios que parecen sacados de un museo de tortura, como pinchos afilados, picos salientes, hierros puntiagudos, triángulos metálicos, barras dobladas… Todo parece valer para alejar a cualquiera que se acerque a estos lugares. A ello se añade otra colección de medidas encaminadas a dificultar la vida de la gente que deambula por las ciudades y carece de hogar, como poner hierros en los bancos para evitar que alguien se pueda tumbar en ellos, retirarlos de espacios públicos, instalar asientos individuales o dificultar el acceso de los pobres a determinados lugares de la ciudad.
Hablamos, por tanto, más de una arquitectura contra los pobres que contra el vandalismo, aunque todo ello se camufle, una vez más, en supuestas políticas de seguridad. Todos los fines de semana asistimos a actos vandálicos de pandillas juveniles que ocupan lugares públicos en parques y plazas, destrozan el mobiliario urbano, dañan lugares tan delicados como las zonas de juegos infantiles, ensuciando de manera ostentosa con su basura de botellones sin que a nadie parezca importar, ni siquiera a una Policía Local ausente o que cuando pasa cerca trata de mirar hacia otro lado. Sin embargo, estos vándalos juveniles no preocupan a nuestras autoridades municipales, como sí lo hacen los ultrapobres y más desafortunados, cuya desdicha tratan de alejar de nuestra vista.
Lo llamativo es que diferentes investigaciones realizadas sobre segregación y uso de los espacios públicos, como las que han sido llevados a cabo desde el Medialab del MIT (Instituto Tecnológico de Massachuset) demuestran que aquellos espacios flexibles, utilizados de manera amplia e intergeneracional hacen que sean más integradores, evitando y reduciendo discriminaciones y marginaciones.
Mientras hacemos ciudades cada vez más hostiles, en una guerra permanente contra los más pobres, vamos convirtiendo nuestras calles y plazas en lugares más agresivos, menos acogedores, sin alma.