
Desde que comenzó el genocidio de Israel contra la población palestina en Gaza como represalia por los ataques de Hamás del 7 de octubre, hemos asistido a una sucesión de atrocidades que demuestran que el gobierno israelí no tiene límites, ni escrúpulos, ni barreras morales.
No se trata, únicamente, de esa orgía de destrucción, muerte y salvajismo que se está llevando a cabo sobre una población refugiada, confinada, indefensa y en una de las condiciones más extremas que podamos imaginar. A fecha de hoy son más de 35.000 los gazatíes asesinados, de los cuales el 60% son mujeres y niños. Hablamos de esa cadena de atrocidades sin límite que recuerda algunos de los peores episodios de la Segunda Guerra Mundial, dejándonos sin palabras y sin aliento. La palabra barbarie se nos queda corta ante algunas de las muestras de calculado salvajismo a las que estamos asistiendo.
Israel está tratando de arrasar las condiciones de vida en Gaza para hacerla inhabitable para los refugiados allí acogidos, disminuyendo la población palestina con su campaña de asesinatos y secuestros, forzando al mismo tiempo la expulsión del mayor número de personas posible, mientras se quita de en medio a todos aquellos que puedan ser testigos incómodos de su campaña de muerte y destrucción o, simplemente, se interpongan en su camino.
Si hace falta disparar desde el aire contra mujeres y niños hambrientos que se abalanzan sobre los camiones de comida, se hace, como ocurrió el 29 de febrero, cuando el ejército israelí asesinó a un centenar de palestinos, además de dejar más de 700 heridos. Si hay que destruir hospitales, asesinar a médicos, impedir la entrada de medicinas, cortar la energía eléctrica hasta en las incubadoras de recién nacidos, lanzar misiles sobre ambulancias que llevan heridos, se lleva a cabo sin miramientos, con el mayor rastro de destrucción moderna sobre infraestructuras y profesionales sanitarios. Si hay que impedir la entrada de alimentos, volcar camiones con harina, cortar el suministro de agua potable, arrojar excrementos a las viviendas, impedir cualquier ayuda básica a los millones de personas contra las que se bombardea, se ejecuta a la perfección. Si hay que acabar con trabajadores de organizaciones humanitarias, se asesina a más de 200 de ellos y si hay que impedir que el mundo conozca tanta atrocidad se eliminan a 115 periodistas. Sin temblar el pulso por generar una de las situaciones catastróficas de hambre más aceleradas, lanzando bombas incendiarias contra tiendas de campaña, enterrando vivos en fosas comunes hasta a pacientes y médicos de hospitales, llevando a personas indefensas bombardeadas a otros lugares para luego volver a bombardearlas a placer. Lo que haga falta para mantener esa espiral de atrocidades y sufrimiento contra una población a la que se ha despojado hasta de su condición de personas.
Todo ello representa uno de los planes más siniestros de los últimos tiempos en ingeniería demográfica para la imposición de nuevas reglas geoestratégicas al servicio de Israel, haciendo volar por los aires el marco jurídico básico que con tanto esfuerzo hemos construido en las últimas décadas. Y a la luz del día y ante los ojos del mundo, a golpe de bombas, muerte y destrucción, sin que haya países, organismos, tribunales, tratados ni ordenamiento jurídico capaces de parar tanta crueldad.
Ni siquiera los más altos órganos internacionales de justicia en el mundo, la Corte Internacional de Justicia ni el Tribunal Penal Internacional, han conseguido detener, con sus resoluciones, lo que en su opinión es un genocidio contra una población indefensa, mientras el gobierno israelí amenaza públicamente la vida de sus componentes, algo nunca visto.
Somos muchos los que ante tanta barbarie sin límites nos preguntamos, ¿qué mundo quieren dejar los que actúan de esta manera? ¿Cómo pueden afirmar, sin atisbo de vergüenza, que defienden la vida, que están contra el aborto quienes no dejan de asesinar de la manera más cruel posible a niños y niñas, bebés, enfermos, madres, jóvenes y quienes les apoyan?
Como se recoge en “El arte de la guerra”, de Sun Tzu, los malos gobernantes israelíes “son capaces de quemar los cimientos de sus propias naciones para gobernar sobre sus cenizas”, porque todo lo que toca al ejecutivo ultraderechista de Benjamín Netanyahu, perseguido por los tribunales internacionales, está siendo convertido en escombros.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo se comprometió a construir un orden distinto para evitar volver a vivir un abismo semejante, a través de la Carta de las Naciones Unidas, acompañado de un orden jurídico que protegiera a los pueblos y las personas frente a la barbarie, obligando a todos los Estados a respetar normas humanitarias básicas. Todo ello está siendo aniquilado por Israel mediante las bombas y un poderío militar del que carece una población civil indefensa, exhausta y hambrienta.
Es la humanidad entera la que está siendo bombardeada por Israel al atacar las bases mínimas de una convivencia mundial y de un orden jurídico internacional básico, por encima de la fuerza militar y del poderío de su ejército, apoyado por los Estados Unidos y por otros países occidentales.
Pero aunque su campaña de muerte y destrucción avance, Israel está perdiendo su particular guerra, porque parafraseando a Borges, algunas aparentes derrotas tienen una dignidad de la que carecen otras engañosas victorias.