Aranceles provocadores

Es difícil seguir el hilo conductor de lo que está sucediendo en Estados Unidos desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en su segundo mandato. Se cuentan por centenares los decretos y órdenes presidenciales firmados desde el despacho oval y en otros lugares tan extravagantes como el Air Force One, siempre bajo la atención de los medios y decenas de comunicadores que los difunden de inmediato por las redes sociales. Seguramente ese es uno de los objetivos fundamentales de este espectáculo, acaparar la atención mundial, como cuando el matón del colegio amenaza en el recreo y en voz alta a sus víctimas, para que todos sepan lo fuerte que es y le tengan miedo.

De lo que no hay duda es que desde el minuto cero, el nuevo presidente ha colocado la guerra arancelaria como una de las armas preferidas de su provocadora política exterior hacia vecinos, rivales, aliados y socios. No en vano, en ese torbellino de disparates que fue su discurso de toma de posesión, declaró de manera precisa: “Comenzaré inmediatamente la revisión de nuestro sistema comercial para proteger a los trabajadores y las familias estadounidenses. En lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, habrá aranceles y gravámenes para los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”.

Sin embargo, la teoría científica y la práctica económica se empeñan en demostrar todo lo contrario, hasta el punto de que esta guerra arancelaria que quiere iniciar Trump va a ser contraproducente para la economía estadounidense, penalizando de manera muy importante a los norteamericanos que pagarán estos aumentos, abriendo otras muchas dificultades políticas, diplomáticas y comerciales a su propio país. Además, dañará la recuperación económica mundial y resucitará políticas destructivas de empobrecimiento al vecino que llevaron al colapso de la economía mundial en los años 30 y alimentaron el auge del fascismo.

            Una lección económica básica que Trump debería haber aprendido de su primer mandato es que los déficits comerciales no se establecen por los aranceles sino, entre otras variables, por el gasto de un país en relación con su producción. El economista británico John Maynard Keynes lo expresó con claridad al afirmar que los déficits comerciales están determinados por la brecha entre el ahorro y la inversión. Durante su primer mandato, Donald Trump fijó aranceles del 10 al 20% a las importaciones chinas por valor de 350.000 millones de dólares, junto a otros al aluminio y al acero, como ahora ha anunciado. Sin embargo, el déficit comercial de los Estados Unidos aumentó un 30%, pasando de 763.213 millones de dólares en 2017 a 998.574 millones al final de su mandato, en 2021. De manera llamativa, en el mismo período, los recortes de impuestos del gobierno de Trump llevaron el déficit fiscal de 832.601 millones de dólares en 2017 a 2.205.633 millones en 2021, con un incremento del 164%, obligando a aumentar extraordinariamente la deuda pública.

Las amenazas y decretos firmados por Donald Trump hasta la fecha sobre subidas unilaterales de aranceles, a numerosos países y para un buen número de productos, no tienen una finalidad de naturaleza económica, ni de mejora del sistema productivo estadounidense, ni mucho menos impulsar el bienestar de sus ciudadanos, sino que son amenazas a la comunidad internacional para situar a los Estados Unidos en una situación ventajista de cara a futuras negociaciones para lograr objetivos estratégicos más amplios. Son un arma de coacción e intimidación que rompe las reglas diplomáticas básicas y pulveriza todos los acuerdos y procesos de liberalización comercial que la comunidad internacional ha ido construyendo desde después de la Segunda Guerra Mundial, fundamentales para promover el desarrollo y la prosperidad global.

El supremacismo que defiende Trump en otros campos también quiere llevarlo al plano comercial y económico, sin comprender la complejidad del mundo ni entender que el comercio internacional es, por esencia, interdependiente. Que los Estados Unidos pretendan comerciar con todo el mundo pero imponiendo sus reglas, fijando unilateralmente elevados aranceles y restricciones, llevándose todos los beneficios en una economía global e interdependiente, es tan absurdo como disparatado. Solo como ejemplo, casi la mitad de los semiconductores usados por Estados Unidos en la fabricación de su armamento proceden de China, sin olvidar la elevadísima deuda del Tesoro norteamericano que en cantidades ingentes tienen países como Japón, China y Reino Unido. Solo estas tres naciones acumulan deuda estadounidense por valor superior a los 2,5 billones de dólares, lo que debiera llevar a comprender la necesidad de prudencia a las autoridades norteamericanas.

La política de anunciar medidas espectaculares y salir en los medios y redes sociales firmando compulsivamente decretos presidenciales vacíos de contenido y, en ocasiones, vulnerando el derecho más elemental, como ya ha ocurrido con algunos de ellos que han sido paralizados por los tribunales, es una agresión más al sistema internacional y multilateral. Aunque es cierto que a Trump y a su séquito de filonazis y tecnomagnates poco les importa el derecho y la justicia, como han demostrado sobradamente.

Para quienes tratan de copiar y apoyar las políticas suicidas y agresivas de Donald Trump, como anunciaron los líderes ultraderechistas reunidos por Vox en Madrid hace pocos días, proponiendo la adopción de medidas que van contra la ciencia y contra las evidencias empíricas, lejos de hacer grande a un país, lo empobrecen. Aunque ya vemos que eso tampoco parece preocupar a la extrema derecha global con tal de llegar al poder.

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