
Las palabras son importantes porque nos ayudan a comprender lo que queremos comunicar, nos relacionan con el mundo y permiten que transmitamos ideas y conceptos. Nuestras palabras delimitan significados y también establecen el terreno de juego de nuestras acciones, hasta el punto de que, como afirmaba el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
A menudo, pudiera parecer que investigadores, científicos y académicos se enzarzan en debates insustanciales para poner nombre a fenómenos cuya denominación resulta aparentemente trivial. Sin embargo, con ello tratan de comprender mejor el impacto de sucesos trascendentales en nuestras vidas, pudiendo hacer un correcto diagnóstico y aportar soluciones de futuro.
Es lo que ocurre con el cambio climático, generado por alteraciones a largo plazo en las temperaturas y el clima que pueden ser debidas a factores naturales, como grandes erupciones volcánicas, o de carácter antropogénico causadas por actividades humanas, fundamentalmente por el uso de combustibles fósiles y la emisión a la atmósfera de enormes cantidades de gases de efecto invernadero que modifican las dinámicas atmosféricas, al atrapar el calor del sol y elevar las temperaturas, alterando así los patrones climáticos en todo el planeta.
Desde hace mucho más tiempo de lo que se cree, los científicos vienen advirtiendo de la peligrosidad de estas emisiones de CO2 a la atmósfera. Así, en 1912, algunos periódicos publicaron informaciones explicando cómo el consumo de carbón afectaba al clima, aportando datos minuciosos que avisaban del peligro en la elevación de las temperaturas para el futuro. En los años setenta, un informe confidencial remitido al presidente de los Estados Unidos por un equipo de científicos alertaba de los elevados niveles de concentración de CO2 en la atmósfera y la posibilidad de un inminente cambio climático catastrófico. Estos mismos datos estaban en posesión de compañías como ExxonMobil, según han publicado recientemente investigadores de la Universidad de Harvard, ocultando estos avisos para no perjudicar su negocio. Posteriormente, en los años ochenta, compareció ante el Congreso de los EE. UU. James Hansen, un importante climatólogo y profesor de la Universidad de Columbia, para advertir públicamente de las graves consecuencias de un calentamiento global que ya se estaba viviendo, metiéndonos en una nueva era de sequías, olas de calor y fenómenos extremos. Nadie atendió sus avisos.
Desde entonces, las políticas promovidas por los gobiernos mundiales de apoyo al uso de combustibles fósiles y a las grandes compañías petroleras supera el billón de dólares cada año en subsidios, como ha destacado el FMI, a pesar de ser el mayor causante del desastre climático que vivimos. Frente a décadas de conferencias internacionales para reducir los gases de efecto invernadero y limitar el calentamiento global, las emisiones de CO2 a la atmósfera a nivel mundial siguen aumentando, incumpliéndose así acuerdos jurídicamente vinculantes para evitar que la temperatura global media del planeta aumente por encima de 1,5 grados centígrados en comparación con los niveles preindustriales, un límite que, según datos de organismos científicos internacionales, ya habríamos superado, entrando en un futuro de consecuencias inciertas.
El aumento de la temperatura global es el principio de una amplia cadena de fenómenos interrelacionados debido a que la Tierra es un sistema interconectado. Las sequías intensas que sufrimos y la escasez de lluvias facilita gigantescos incendios forestales, junto a una sucesión de fenómenos meteorológicos catastróficos, con un acelerado deshielo de polos y glaciares, que a su vez transforma en profundidad los procesos de circulación oceánica que son fundamentales para la estabilidad climática, como la Corriente del Atlántico Norte. Además, la falta de agua y las sequías reducen la producción mundial de alimentos, aumentando la acidificación de los océanos, afectando negativamente a la vida marina, cuyos recursos disminuyen. La crisis climática que vivimos está fuera de toda duda, no teniendo precedentes en siglos anteriores.
Pero junto a esta profunda crisis climática, se han ido sucediendo otras nuevas, cuyos efectos interactúan como suma de situaciones críticas de efectos transnacionales. Tras la gigantesca Gran Recesión que vivimos, y cuando tratábamos de recuperarnos, sufrimos una gigantesca pandemia mundial de COVID-19 que fue la perturbación global más importante desde la II Guerra Mundial, a la que sucedió una guerra en Europa tras la invasión de Rusia en Ucrania, con el renacimiento de la Guerra Fría y la amenaza del uso del arma nuclear. Los efectos de esta guerra, que todavía sufrimos, se sucedieron en cadena, a través de una crisis energética, el encarecimiento del precio de los alimentos, la crisis inflacionaria, perturbaciones en la cadena de suministros, el aumento de la deuda, el ascenso de los neofascismos, el genocidio de Israel en Gaza y su invasión del Líbano, el cuestionamiento del sistema de Naciones Unidas y la inestabilidad en Oriente Medio, por señalar los más importantes.
Estamos así ante lo que se denomina como policrisis, crisis interrelacionadas cada vez más difíciles de abordar de forma aislada al ser una combinación de factores entrelazados que ponen en riesgo la estabilidad y el bienestar mundial.
Tenemos ante nosotros una suma de riesgos globales, con un potencial de desestabilización gigantesco, que nos obliga a cambiar nuestra forma de pensar a la búsqueda de soluciones interrelacionadas distintas en un mundo tan inestable.
Para empezar, deberíamos de abandonar nuestra arrogancia y aceptar nuestra responsabilidad hacia el planeta y con las generaciones futuras.