Decir que la crisis está generando cambios de una profundidad inusitada en el conjunto de la sociedad, es una obviedad. Otra cosa es tener capacidad para valorar la dimensión de esas transformaciones y en qué medida todos nosotros estamos respondiendo a estos cambios. Pero basta con salir a la calle para hacer lo que llamo «sociología de la vida cotidiana», y percibir muchas de esas mutaciones y adaptaciones, en ocasiones forzadas por los acontecimientos de la misma forma que Darwin explicó la evolución de las especies; y en otras como reacción natural a los avances socioeconómicos y productivos.
Sin embargo, dos son los grandes temas que monopolizan los contenidos en los medios de comunicación: la economía y la dimensión social de las políticas de recortes y ajustes, junto al ascenso de la caridad, la beneficencia y el asistencialismo como respuesta nada inocente a todo este huracán neoliberal. Como magistralmente recogió Berlanga en su deliciosa película «Plácido», en el año 1961, lo que ahora se lleva es sentar a un pobre en la mesa por Navidad para descargar nuestra conciencia y con ello, no cuestionar las causas de la pobreza sino alimentar a estas víctimas de tanta barbarie política. Si en los medios se diera la misma importancia a quienes cuestionan, reflexionan y protestan contra estas políticas tan devastadoras, en lugar de sacar paquetes de arroz, roperos, tómbolas, galas benéficas, recogidas de juguetes y comedores de pobres, seguramente hubiéramos avanzado más en dar respuestas políticas y sociales a este desafío procedente de un capitalismo enfermo cuyas consecuencias se miden ya en despidos, desahucios, suicidios, enfermos sin atención, ancianos desatendidos, niños mal alimentados o consumo de antidepresivos, por poner algunos ejemplos tangibles.
Y mientras tanto, la sociedad sufre, aguanta, resiste, alimenta un rechazo animal contra todos los que deberían procurar el bienestar y solo generan sufrimiento, al tiempo que un día tras otro comprueban que todo este gigantesco disparate tiene como única finalidad proteger los intereses de las élites económicas y financieras, aunque muchos de sus componentes sean rematados delincuentes, defraudadores natos, disecadores de jirafas y devotos de los lingotes de oro y del fraude fiscal. Pero en la sociedad hay vida, y muchas personas tratan de vivir con dignidad en medio de tanta indignidad política e institucional.
Hace días encontré cerca de mi casa un original cartel que así lo demuestra. Una persona, seguramente desempleada, ofrece sus servicios bajo el sugerente gancho de «marido por horas». El abanico de servicios ofrecido es muy amplio y variado, similar a lo que puede realizar un marido pero sin tener que aguantar sus disgustos y mal humor. Y sin compromiso alguno tampoco. No hay que darle de comer, ni sonreírle, ni hacerle arrumacos si no apetece. Y tampoco hay obligación de darle sexo y mucho menos fidelidad. Pero por el contrario, nuestro solícito marido hará lo que le pidamos, nos hablará en diferentes lenguas, al tiempo que dice ser guapo y educado, además de ofrecernos discreción y puntualidad. ¿Podemos pedir más por una módica cantidad?
Pues esta es la vida que late en las calles y que no encontraremos en los medios de comunicación, que dedicarán en cambio páginas y páginas a la última estupidez del ministro de turno, a la más reciente barbaridad dicha por algún banquero o defraudador fiscal o a inundarnos de datos y previsiones económicas tan falsas como imposibles.