
Mientras Europa afronta los múltiples efectos de la grave crisis de refugiados desencadenada por la guerra en Ucrania, tomaba carta de naturaleza una grave violación contra una de las leyes del derecho humanitario más importante, que puede acabar con el derecho al asilo y a la protección internacional, tal y como los hemos conocido desde que fueron establecidos tras la Segunda Guerra Mundial.
Los planes impulsados desde Reino Unido por su primer ministro, Boris Johnson, para enviar a Ruanda a grupos de solicitantes de asilo desde territorio británico en vuelos de la infamia que han sido criticados por cientos de organizaciones sociales y humanitarias, universidades, diputados conservadores y hasta por una veintena de obispos de la Iglesia anglicana demuestra, a partes iguales, los malos tiempos que atraviesa una figura jurídica que ha sido fundamental para salvaguardar la vida de las personas desde hace décadas, mediante la Convención de Ginebra y su Protocolo de Nueva York, pero también evidencia la descomposición moral y política que vive Reino Unido desde que se embarcó en esa aventura trufada de mentiras y engaños llamada Brexit.
Los obispos anglicanos, encabezados por el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, han calificado el acuerdo impulsado por el Gobierno británico como “contrario a Dios” y “una política inmoral que avergüenza a Gran Bretaña”. Un ejemplo para la curia católica, tan dada a callar y esconderse ante grandes desafíos humanitarios, a diferencia de lo que hace su Iglesia de base.
Desde hace años, especialistas y organizaciones humanitarias hemos venido mostrando nuestra preocupación ante un fenómeno llamado “externalización de las fronteras”, en el que están embarcados los países europeos para trasladar la vigilancia y gestión de sus políticas migratorias y de asilo a terceros países, principalmente africanos, a los que, a cambio de dinero, ventajas comerciales o incluso acuerdos policiales o militares, les obligamos a asumir lo que nosotros no queremos afrontar. Hablamos, por tanto, de una especie de “subcontratación” migratoria para trasladar nuestras fronteras hacia el sur, generalmente en países pobres y desfavorecidos, que reciben una contraprestación económica o de otra naturaleza en función del número de inmigrantes o refugiados que detienen y reciben desde Europa, o bien por labores de vigilancia y control de sus fronteras que llevan a cabo para impedir que las personas puedan llegar hasta Europa.
Son numerosas las voces que han alertado de las graves consecuencias de estas políticas de externalización de fronteras, cuyos elementos más visibles y dramáticos son los centros de detención de inmigrantes en los que se han llegado a documentar por Naciones Unidas atrocidades como torturas, desapariciones, violencia sexual, esclavitud, extorsiones a familiares y hasta asesinatos de formas tan crueles como quemar vivos a inmigrantes y refugiados que allí permanecían. El caso de Libia es especialmente terrible, ya que las pruebas de brutalidad y atrocidad cometidas por señores de la guerra que administran estos campos de detención no han impedido que reciban apoyo financiero, político y militar de la UE. Incluso en Níger la UE presionó al gobierno del país para que aprobara una legislación en materia de detención de inmigrantes a cambio de recibir ayuda para el desarrollo.
Sin embargo, Reino Unido ha querido ir más allá, negociando desde hace meses un acuerdo con el gobierno de Ruanda que, el primer ministro británico ha calificado como de repleto de “humanidad” y “compasión” para llevar a los solicitantes de asilo de Reino Unido a 6.400 kilómetros, en un alarde de perversión del lenguaje al que ya nos tiene acostumbrados, tras calificar sus fiestas de borrachera y alcohol durante la pandemia en Downing Street como “reuniones de trabajo”. En el caso de Reino Unido, a cambio de 120 millones de libras (unos 144 millones de euros), el gobierno ruandés de Kigali, al que el propio ejecutivo británico critica por no respetar los derechos humanos, recibirá a los solicitantes de asilo que lleguen hasta suelo británico para que sea Ruanda quien estudie si les concede o no el asilo, que en caso favorable les obligaría a vivir en Ruanda, bajo las leyes ruandesas. Sin reparar en la indecencia alcanzada por el gobierno británico, tanto su primer ministro como la ministra de Interior afirmaron que Ruanda “es uno de los países más seguros y de mayor calidad de vida”, al tiempo que sostenían que este acuerdo “salvará miles de vidas”.
Pero ha tenido que ser el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), el que paralice, in extremis, la expulsión de los refugiados que tenían previsto ser llevados hasta Ruanda en el primer vuelo de repatriación al vulnerar derechos esenciales. Una suspensión que no ha tardado en obtener de Johnson la misma respuesta que da cuando algo no le gusta: amenazar con salirse de la jurisdicción de este alto tribunal, al igual que amenaza cada semana con salirse del acuerdo del Brexit e incumplir su contenido cuando no le agrada.
Pero también Dinamarca ha apoyado un proyecto de ley en la misma línea, promovido por el gobierno socialdemócrata, con el fin de enviar a solicitantes de asilo a Egipto, Eritrea e incluso la propia Ruanda. Todo ello en el peor momento posible, cuando la UE negocia un nuevo “pacto europeo de migración y asilo”, mientras el éxodo de refugiados ucranianos ha puesto al límite las costuras de muchos países.