
Más allá de ser el espacio físico o imaginario que separa a los estados, las fronteras se han convertido en el lugar que refleja las contradicciones morales y políticas que todos los países tienen en sus políticas migratorias. Por encima de cualquier otra diferencia, todos los países, en mayor o menor medida, tienen en sus fronteras un espacio refractario, opaco a los derechos humanos, impermeable a cualquier consideración ética donde se acumulan barbaridades contra los otros, contra esos a los que llamamos inmigrantes, siempre pobres, generalmente desdichados, con frecuencia desvalidos.
Lo vivido en la frontera entre Melilla y Nador estos pasados días es uno más de esos episodios inhumanos que se justifican en nombre del control de fronteras, aunque costara la vida de una treintena de muchachos jóvenes africanos, junto a esas decenas de heridos amontonados en un solar a los que los gendarmes marroquíes se aproximaban solo para pegar, aunque algunos de ellos mostraran signos evidentes de estar agonizando. Un escalofrío moral más al que que ya estamos acostumbrados, protagonizado en este caso por ese país vecino y “nuevo amigo” que es Marruecos, al que todo consentimos. “Operación bien resuelta”, afirmó nuestro presidente del Gobierno, añadiendo más sal a la herida, más crueldad a la inhumanidad. Pero es lo que desde hace años vienen haciendo otros muchos gobiernos, en España y en diferentes países del mundo. Contra eso que se denomina inmigración irregular todo vale, siempre que los inmigrantes contra los que se actúe sean pobres, claro.
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