Perdón en lugar de felicitaciones

Circula estos días un chiste de esos que, además de sacarnos una sonrisa, sirve para explicar la realidad: “Mamá, ¿por qué hay tantos antivacunas? Porque sus mamás les vacunaron cuando eran pequeños, hijo, si no habría muchos menos”.

La verdad es que no estábamos preparados, unas navidades más, para otra nueva ola, la enésima, con su ritual de contagios, ingresos, temores, restricciones, cierres, limitaciones, declaraciones intempestivas, hospitales repletos, partes diarios de infecciones y defunciones, locuras enfermizas de los antivacunas junto a las delirantes teorías de la conspiración. Y todo ello, aderezado por quienes, con una sonrisa de hiena, un día exigen más y más dinero para la misma sanidad pública que no paran de desmantelar, mientras no renuevan los contratos de sus profesionales sanitarios y privatizan todo lo que se les pone por delante.

Si algo nos está demostrando esta pandemia es que nunca podemos confiarnos porque no hay nada seguro ni definitivo. Podríamos hablar de la pandemia de Sísifo: una y otra vez subiendo con esfuerzo la piedra hasta la cumbre y cuando creemos que por fin nos hemos librado de ella, la vemos rodar, impulsada por una cuadrilla variada de personas enloquecidas y oportunistas. Y es que una y otra vez, cuando ya pensamos que hemos avanzado en su derrota, volvemos a la casilla de salida, pero cada vez más fatigados, con menos fuerzas, sin acabar de ver el final a esta pesadilla que solo sirve para dar combustible a los antivacunas, a los terraplanistas, a los defensores de las teorías de la conspiración, a los pescadores en río revuelto que buscan cualquier resquicio para generar odio, para crear alarma y sembrar el enfrentamiento.

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¿Por qué hay tantas diferencias en la vacunación?

Europa vuelve a convertirse en foco de preocupación por el repunte de la pandemia de covid-19, con el registro de un importante crecimiento de casos en numerosos países y la vuelta a decisiones sanitarias duras que se creían ya superadas, al aumentar las hospitalizaciones y fallecidos. Al mismo tiempo, diferentes gobiernos europeos están adoptando medidas muy estrictas contra aquellas personas que no han querido vacunarse, especialmente trabajadores sanitarios y de la administración pública, llegando incluso a plantearse el expulsarles de sus trabajos si finalmente no acceden a inmunizarse, avanzando la exigencia del pasaporte de vacunación para el acceso a espacios públicos.

Y en medio de este escenario preocupante, nos preguntamos, ¿por qué hay tantas diferencias en las tasas de vacunación entre unos países y otros? ¿Qué razones han llevado a que España sea el país europeo con tasas más altas de vacunación contra el covid-19 en su población? ¿Por qué una mayoría de ciudadanos del este de Europa no se quieren vacunar y presentan cifras tan sombrías de incidencia de la pandemia? Son preguntas sumamente interesantes que necesitan, sin duda, del concurso de diferentes disciplinas para su comprensión, pero que se pueden tratar de responder desde una perspectiva sociológica y de las ciencias sociales.

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Entender las nuevas pobrezas en la pandemia

Subidos en la montaña rusa de nuevas olas de contagios, toques de queda que se levantan y se vuelven a implantar, sucesivos confinamientos, escaladas y desescaladas, la vacunación avanza, amortiguando sensiblemente los efectos de una pandemia con la que, como afirman epidemiólogos, tendremos que convivir durante años. Es por ello por lo que tenemos que trabajar sin demora para conseguir una recuperación económica y social que permita regenerar los profundos daños que está dejando la Covid-19.

Sin duda, la llegada de los importantes fondos europeos del programa NextGenerationEU deberá contribuir a impulsar la recuperación, trabajando en construir países más ecológicos, más digitales y sostenibles, en línea con los programas que se propone financiar. Sin embargo, junto a la necesaria recuperación económica, gobiernos y estados europeos tienen por delante el que puede ser su mayor desafío desde la Segunda Guerra Mundial, de la mano de una imprescindible regeneración social a la luz del profundo daño que la pandemia está causando en amplios colectivos en términos de avance de la pobreza, crecimiento del desempleo, aumento de la vulnerabilidad y ensanchamiento de unos niveles de desigualdad que eran ya alarmantes en países como España.

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¿Cuando hablaremos de nuestras responsabilidades?

Estos días se ha cumplido un año desde que se conociera el primer caso en España por Covid-19. Fue un turista alemán aislado en un hospital en La Gomera, en las Islas Canarias. Por entonces, nadie sospechaba que habíamos entrado en un cambio histórico de escala global.

Desde ese momento, nada ha sido igual, el mundo ha entrado de lleno en una pandemia de graves consecuencias en todos los planos de la humanidad, cuyo final todavía no se adivina. Al tiempo que la enfermedad se expandía vertiginosamente, los gobiernos de todo el mundo tenían que hacer frente como buenamente podían a la situación epidemiológica y a la grave crisis sanitaria desencadenada, tratando de amortiguar, a su vez, sus efectos sobre una economía que se despeñaba por caminos desconocidos y en una sociedad atemorizada que vivía en sus carnes los efectos inmediatos en forma de desempleo, aumento de la pobreza, precariedad e incertidumbre. De un plumazo, nuestras casas se convertían en un espacio protector en el que pasamos buena parte de los días, desdibujándose un futuro que parece haberse desvanecido para vivir únicamente en un presente continuo. El coronavirus se ha hecho con nuestra vida y nuestra vida está marcada por el coronavirus.

En estos doce meses de pandemia, los ciudadanos hemos hablado de todos y hemos culpado a todos: al gobierno, a quien responsabilizamos hasta de la existencia del virus, y de una oposición que no ha dudado, desde el primer minuto, en utilizar el coronavirus y sus efectos para tratar de derribar y erosionar al ejecutivo; a los gobiernos autonómicos y la manera tan desigual que están teniendo en asumir sus responsabilidades; de sanitarios, médicos y hospitales sobrepasados por el huracán y a los que hemos condenado a atender con resignación los efectos de nuestras negligencias; de ratios, contagios y tasas de expansión; de la Organización Mundial de la Salud, de la Unión Europea y de la Agencia Europea del Medicamento; de los malvados chinos y de los mercados húmedos como el de Wuhan; de vacunas, empresas farmacéuticas y medicamentos; de mascarillas e hidrogeles; de la eficacia de los estados de alarma y los confinamientos; de la necesidad de los ERTE y subsidios a mansalva.

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Barrios pobres con mayores contagios

Las epidemias no son democráticas porque quienes más las sufren y quienes más expuestos están a ellas son los pobres. Es un patrón que se repite a lo largo de todo el mundo, en el norte y en el sur, en países avanzados y en países empobrecidos. 

Se dirá que el virus no entiende de clases sociales y que también ha enfermado y causado la muerte a personas de una u otra condición, algo cierto. Pero desde que el virus se propagó por el planeta, se ha constatado cómo hay personas que han podido confinarse en sus casas, dotadas de amplios espacios y equipamientos, teletrabajando y reduciendo sus desplazamientos, echando mano de sus ahorros para cuidarse o acudiendo a la sanidad privada si lo necesitaban.

Por el contrario, en los barrios más humildes y en zonas más densamente pobladas, la gente vive en casas pequeñas, deterioradas o con malas condiciones higiénicas, con frecuencia en barrios degradados, sin zonas verdes ni equipamientos públicos, realizando trabajos muy precarios que les obligan a largos desplazamientos en transporte público, cuando no viven del paro, en la pobreza y en la vulnerabilidad extrema, sin recursos ni ahorros, preocupados por poder comer cada día y alimentar a la familia, con centros de salud y hospitales al borde del colapso.

Hasta el punto que, cuando ya nadie duda de que vivimos una segunda ola de la epidemia, su incidencia está siendo abrumadoramente mayor en los barrios más desfavorecidos, donde viven trabajadores pobres, inmigrantes y colectivos vulnerables, algo que se agudiza en aquellas ciudades donde la incidencia del virus es más preocupante, como podemos ver con claridad en Madrid. El covid-19 muestra así, de manera descarnada, los procesos de estratificación social al visibilizar la desigualdad tanprofunda que existe en nuestras ciudades. Y es que la pobreza y la desigualdad afectan, de manera fundamental, a la buena o mala salud de las personas, condicionando sus enfermedades y su calidad de vida.

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Nuevas pobrezas y desigualdades

Son tantos los frentes abiertos por esta pandemia y tantos los daños en la salud y la vidade las personas que tardaremos en tomar conciencia de la devastación completa causada por el maldito covid-19. Y aunque gobiernos e instituciones se están volcando en frenar su impacto, desplegando medidas nunca antes vistas, a estas alturas sabemos que la sociedad va a sufrir heridas muy profundas que tardarán en curar. Los altos índices de pobreza y una desigualdad insoportable de los que muchos veníamos hablando desde hace años tienen también mucho que ver con el impacto del coronavirus, dando paso a nuevas pobrezas y desigualdades, mucho más amplias, extensas y profundas que van a plantear desafíos gigantescos en el futuro.

Los años de dura crisis que se vivieron en España durante la década de Gran Recesión dañaron de una manera especial a la población más vulnerable, haciendo más intensa y extensa la pobreza. Con datos del INE, si en 2008 el 24% de los habitantes tenían alto riesgo de pobreza y exclusión social (tasa AROPE armonizada a nivel europeo), en 2018 esta cifra había subido hasta el 26,1%, aumentando así en 1,2 millones el ejército de personas que, con nombres y apellidos, cargas familiares y proyectos de vida tienen que dedicar su tiempo a sobrevivir. Es lo que en términos técnicos se denomina privación material severa. Y así avanzaba la sociedad española antes de que estallara esta endiablada pandemia, con su formidable capacidad de generar daño. Me temo que esa frase prefabricada, tan vacía como repetida actualmente, que dice ”no dejar a nadie atrás” no es posible cuando hay personas que nacen, viven y permanecen en la cuneta a lo largo de toda su existencia.

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La Agenda 2030 ante el coronavirus

No es casual que el informe de este año 2020 de Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) no haya contado, siquiera, con una nota de prensa mundial, algo insólito. Los ODS iban mal y la pandemia del covid-19 ha subrayado, con meridiana claridad, las enormes deficiencias y limitaciones de esta Agenda 2030. Hasta el punto que ya se está hablando en centros de investigación internacionales de otra nueva Agenda 2050 o incluso de ODS plus para ampliarsu contenido.

Y es que hablar de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) a la vista de la catástrofe ocasionada por el coronavirus resulta ilusorio, ante una situación que ha demostrado, de un plumazo, que eran una mera declaración de principios sin anclaje con la realidad.

¿Qué validez tiene una Agenda que se presenta como fundamental, transformadora y universal, que es incapaz, ya no de anticipar, sino siquiera de mencionar la posibilidad de una pandemia producida por un virus, cuando en los últimos años se han vivido otras graves emergencias sanitarias globales que no han sido mencionadas en los ODS? Claroque no es sorprendente cuando la meta 3.8, referida a la cobertura sanitaria universalincluye “la protección contra los riesgos financieros”, en el mismo objetivo 3 que se propone alcanzar una vida sana para todos.

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La conjura de los idiotas

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Naturalmente que esto del coronavirus es una gigantesca mentira de los socialcomunistas que quieren imponer un nuevo orden mundial con el apoyo de BillGates, George Soros y la complicidad de unos profesionales sanitarios que solo buscan más dinero. Así lo gritan allí donde pueden y lo explican en las redes sociales, dondeafortunadamente todavía pueden difundir la verdad que otros nos quieren ocultar,señalando a los culpables de este fabuloso engaño.

Por eso no paran de repetir que la pandemia ha terminado porque nunca ha habido un virus, cuando en realidad la gente ha enfermado porque la vacuna de la gripe contenía un tóxico, ocultando que la neumonía es causada por los chemtrails que dejanlos aviones en el cielo al coincidir con las ondas magnéticas del 5G. Y con la excusa de atendernos y curarnos, están aplicando una terapia genética para controlarnos, reduciendo la población y quedándose con nuestros hijos, dentro de ese nuevo proyecto de orden mundial que pretende limitar nuestras libertades.

​De hecho, tratan de ocultarnos que la covid-19 no existe y por eso queremos que nos enseñen el virus, para verlo con nuestros propios ojos. La gente no muere de coronavirus, como nos dicen, sino de otras patologías previas, hasta el punto que las neumonías están causadas por el uso continuado de esas mascarillas que ahora nos quieren imponer, al igual que esas vacunas que, afirman, nos inyectarán para inmunizarnos, cuando en realidad quieren introducirnos los microchips ID2020 fabricados por Microsoft, con los que poder tener un control total sobre nuestras vidas. Además, los hospitales están vacíos y nos ofrecen imágenes falsas para atemorizar a la gente, porque médicos y enfermeras están conchabados con los socialcomunistas, ocultando los tratamientos eficaces que realmente curan a la gente, como la lejía prémium, que igual cura el autismo que el coronavirus.

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Epístolas del coronavirus

EPÍSTOLAS DEL CORONAVIRUS

(Pinchar para obtener la publicación)

La irrupción del coronavirus en todo el mundo llevó a situaciones insólitas, nunca antes vividas, como el confinamiento forzoso en nuestros domicilios bajo la declaración de un estado de alarma. Recluidos en nuestras viviendas y sin comprender bien lo que vivíamos, asistimos a un vértigo de informaciones y decisiones que acompañaban el parte diario de contagios, hospitalizados, enfermos críticos y fallecidos. Al mismo tiempo, cada país sorteaba como podía la emergencia, con gobernantes que, en no pocos países, alardeaban de su desprecio a la ciencia, en oposición a las normas básicas de prudencia, mientras recibíamos un aluvión de datos e informaciones científicas que aumentaban, si cabe, todavía más nuestro desconcierto.

En este escenario, José Ramón González Parada, desde el confinamiento obligatorio en su casa de Madrid, decidió recurrir a la epístola para comunicar con su compañero y amigo, Carlos Gómez Gil en su confiamiento, trasladándole mediante cartas sus sensaciones, su estado de ánimo y su lectura sobre una situación tan singular. Al mismo tiempo, su interlocutor contestaba sus cartas desde su casa en Alicante, abriendo nuevas vías de análisis, sin agenda y sin más límites que intercambiar mediante estos escritos el análisis de una situación tan insólita como perturbadora.

De esta forma, fueron construyendo un epistolario a lo largo del período de confinamiento que sirvió como herramienta terapéutica para reflejar sus temores, preocupaciones y aturdimientos, desde una mirada muy libre y comprometida, donde asoma su visión sociológica de la sociedad y su compromiso por la convivencia en libertad.

Ojalá nunca más se tuviera que vivir una experiencia similar. Bien es cierto que este epistolario reivindica, también, el gusto por la palabra, por la escritura y la correspondencia epistolar, lamentablemente hoy perdida.

La batalla de las mascarillas

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Mientras el avance del coronavirus no cesa en todo el mundo y la cifra de contagios, ingresos y fallecidos sufre un importante repunte en países como España, la amenaza de nuevos confinamientos sobrevuela nuestras cabezas a medida que aumentan, de manera exponencial, los focos y rebrotes por toda la geografía.

No hay duda de que esta nueva etapa actual, en la que las comunidades autónomas han asumido las responsabilidades sanitarias y los ciudadanos tenemos la obligación de actuar con la prudencia que exige la situación de alerta epidemiológica, hace aguas. Pero en esta ocasión, los ciudadanos, cada uno de nosotros, tenemos en nuestras manos una responsabilidad que, visto lo visto, deja mucho que desear, a juzgar por la naturaleza de los rebrotes y contagios que se están produciendo y, especialmente,por muchos de los irresponsables comportamientos individuales que estamos viendo.

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