Los fenómenos migratorios ocupan por mérito propio un espacio relevante en nuestras sociedades globales y en todos los Estados, tanto del Norte como del Sur. Mientras pensábamos que la globalización se definía en base a la primacía económica, financiera, comercial y productiva, una nueva categoría de cuestiones, fundamentalmente humanas, han cobrado una nueva dimensión, siendo los movimientos de personas, tanto por su magnitud y repercusión como por la multiplicidad de sus ángulos de influencia, uno de los aspectos más relevantes, tanto para los países emisores de inmigrantes como para los países receptores. Pero especialmente para nuestras ciudades, que se están alimentando permanentemente de la llegada continua e ininterrumpida de extraños, de diferentes, de nuevas culturas y personas a través de la inmigración.
Posiblemente no haya un fenómeno humano que determine al mismo tiempo y de forma tan relevante tantos planos en la práctica totalidad de los países de la Tierra; hablamos por tanto de un fenómeno global por excelencia, causa y consecuencia como pocos del proceso de globalización mismo. Y España inicia el siglo XXI con una sociedad manifiestamente distinta, donde la inmigración es una realidad que exige su conocimiento en línea con la relevancia social y económica que tiene.
La inmigración que ha empapado nuestras ciudades de nuevas texturas, es un medio natural a partir del cual enriquecer nuestra convivencia, algo que podemos ver con claridad en el conjunto del Estado.