Entre la retórica y las potencialidades de los ODS

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Estos días, se cumplen cuatro años de la aprobación por los 193 jefes de Estado y de Gobierno que forman parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas de la llamada Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), la hoja de ruta más ambiciosa aprobada por la humanidad que integra por vez primera tres dimensiones esenciales del desarrollo: la económica, la social y la ambiental.

Así, del 25 al 27 de septiembre de 2015, se repitieron los discursos de líderes mundiales insistiendo en que estaban decididos a poner fin a la pobreza y al hambre en todo el mundo para el año 2030, a combatir las desigualdades, construir sociedades pacíficas, proteger los derechos humanos, promover la igualdad entre géneros y el empoderamiento de las mujeres, garantizando la protección del planeta y sus recursos naturales. Así lo firmaron mediante una agenda amplia y detallada en la que se recogían 17 grandes objetivos, junto a 169 metas y 230 indicadores medibles.

Hermosas palabras que muchos de los gobernantes que firmaron estos acuerdos se han encargado en hacer trizas desde entonces, empujando a la humanidad y al planeta a una crisis ecosocial de dimensiones históricas. Ya lo advirtió con particular acierto el Papa Francisco, en el discurso que dio en la sesión inaugural de esta cumbre, cuando con particular lucidez señaló al referirse a los ODS: “Hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador de conciencias”. Efectivamente, esta Agenda 2030 está siendo utilizada por muchos gobiernos como un ejercicio de retórica hueca que sirve para ocultar sus responsabilidades inmediatas y encubrir incumplimientos esenciales en materia de derechos humanos, lucha contra la pobreza, igualdad de género, solidaridad internacional, cuidado del planeta, cambio climático o desigualdad, por señalar algunos de ellos.

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Argentina ante un nuevo colapso

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Como si revivieran una terrible pesadilla, los argentinos vuelven a adentrarse en el agujero del colapso económico y social que ha tomado carta de naturaleza con el reciente anuncio de default realizado por el ministro de Hacienda, Hernán Lacunza, confirmando que el país dejaría de pagar sus próximos vencimientos de deuda, por un importe superior a los 100.000 millones de dólares, contraída de manera irresponsable por el gobierno de Mauricio Macri.

En realidad, el país nunca se había recuperado de las profundas heridas causadas por la anterior crisis económica vivida entre 1998 y 2002. Con anterioridad a ese período, el país había protagonizado una cadena de disparates económicos contando con el beneplácito internacional, desde que en el año 1991 el gobierno de Carlos Menem decretó la Ley de Convertibilidad, mediante la que un peso argentino era convertible a un dólar, para intentar detener la hiperinflación que vivía el país, superior al 3.000% anual. Al contrario, se generó una sobrevaloración del peso, provocando una profunda recesión económica, con un aumento de la pobreza, saqueos de tiendas y supermercados, junto a una caída en las reservas de divisas y la fuga masiva de capitales, mientras la deuda externa no paraba de crecer hasta niveles insostenibles. De esta forma, la economía argentina no dejó de caer en picado, y tras una sucesión de gobiernos y un empeoramiento del clima social, en diciembre de 2001 el gobierno de Fernando de la Rúa anunció el “corralito”, la limitación en la disposición y uso del dinero en efectivo, junto a la congelación de depósitos bancarios, acompañado posteriormente del fin de la convertibilidad entre el peso y el dólar, lo que provocó una devaluación del peso superior al 300% y la incautación de todo el dinero en dólares que tenían los ciudadanos en los bancos. De golpe se arrojó a la pobreza y a la emigración a cientos de miles de argentinos a los que se dejó sin nada.

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Impactos sociales del alquiler turístico

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Con frecuencia, somos incapaces de comprender y anticiparnos a cambios y transformaciones que suceden en nuestras ciudades y barrios. En algunos casos, por la velocidad tan acelerada a la que se suceden, en otros, por carecer de herramientas adecuadas de comprensión, pero también por incapacidad manifiesta de nuestros responsables públicos.

El derecho al descanso, la ocupación a veces salvaje de los espacios públicos por terrazas y veladores, la falta de viviendas asequibles, las bolsas de pobreza y desigualdad, el encarecimiento del mercado de alquiler, la ausencia de equipamientos públicos y zonas verdes, el envejecimiento poblacional, el deterioro de los espacios de convivencia, la expulsión de los vecinos de toda la vida, la turistificación descontrolada, junto a la pérdida del patrimonio urbano, son algunos de los problemas más importantes que están encima de la mesa en ciudades como Alicante, con particular intensidad en el Centro Tradicional y el Casco Antiguo, generando conflictos vecinales así como profundas mutaciones en calles y barrios.

Todo ello se agrava cuando las instituciones públicas, en particular las municipales, se muestran incapaces de comprender adecuadamente todos estos procesos, careciendo incluso de instrumentos para la intervención. Por decirlo de otra forma, difícilmente Alicante va a poder abordar algunos desafíos novedosos del siglo XXI con herramientas caducas del siglo XX, como el Plan General de 1987, actualmente en vigor, por mucho que se empeñen sus responsables municipales en afirmar lo contrario.Sigue leyendo