Estos días, se cumplen cuatro años de la aprobación por los 193 jefes de Estado y de Gobierno que forman parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas de la llamada Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), la hoja de ruta más ambiciosa aprobada por la humanidad que integra por vez primera tres dimensiones esenciales del desarrollo: la económica, la social y la ambiental.
Así, del 25 al 27 de septiembre de 2015, se repitieron los discursos de líderes mundiales insistiendo en que estaban decididos a poner fin a la pobreza y al hambre en todo el mundo para el año 2030, a combatir las desigualdades, construir sociedades pacíficas, proteger los derechos humanos, promover la igualdad entre géneros y el empoderamiento de las mujeres, garantizando la protección del planeta y sus recursos naturales. Así lo firmaron mediante una agenda amplia y detallada en la que se recogían 17 grandes objetivos, junto a 169 metas y 230 indicadores medibles.
Hermosas palabras que muchos de los gobernantes que firmaron estos acuerdos se han encargado en hacer trizas desde entonces, empujando a la humanidad y al planeta a una crisis ecosocial de dimensiones históricas. Ya lo advirtió con particular acierto el Papa Francisco, en el discurso que dio en la sesión inaugural de esta cumbre, cuando con particular lucidez señaló al referirse a los ODS: “Hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador de conciencias”. Efectivamente, esta Agenda 2030 está siendo utilizada por muchos gobiernos como un ejercicio de retórica hueca que sirve para ocultar sus responsabilidades inmediatas y encubrir incumplimientos esenciales en materia de derechos humanos, lucha contra la pobreza, igualdad de género, solidaridad internacional, cuidado del planeta, cambio climático o desigualdad, por señalar algunos de ellos.