La fatiga tras dos años de Guerra en Ucrania

No parece que Vladímir Putin haya conseguido ninguno de los objetivos que se marcó cuando el 23 de febrero de 2022 anunció la invasión de Ucrania por su ejército mediante lo que llamó una simple “operación militar especial”, de unos pocos días, para cambiar al gobierno de “drogadictos y nazis” en Kiev. Pero tampoco se puede afirmar que Volodímir Zelenski haya podido contener el avance del ejército ruso que controla ya una quinta parte del territorio ucraniano tras estos dos años de guerra.

A medida que la ayuda militar de occidente fluía a Ucrania y se multiplicaban las sanciones sobre la economía rusa, se extendía la falsa idea de que se podría ganar en el campo de batalla y llevar a Rusia al colapso, causando a este país un daño tan severo que favoreciera la caída de Putin. La retirada de las columnas de tanques rusos hacia Kiev en los primeros meses y los éxitos posteriores sobre Járkov y Jersón apoyaron la ficción de que una contraofensiva del ejército ucraniano en la pasada primavera, de la mano de las estrategias impulsadas desde el Pentágono mediante simulaciones de ordenador, como recientemente ha desvelado el Washington Post, causarían la derrota de Putin y la expulsión de las tropas rusas del campo de batalla.

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¿Para cuándo la paz?

Al cumplirse un año de la invasión de Rusia en Ucrania y el inicio de una guerra que está llevando la muerte, la destrucción y la barbarie sobre este país y sus gentes, nadie parece aventurarse a hablar de paz o del fin de la acción cruel y criminal que Rusia desató tras la decisión caprichosa y delirante de su presidente, Vladimir Putin, de querer derrocar a un gobierno al que calificaba de drogadictos y degenerados, según su relato justificativo de la invasión.

No hay guerras buenas ni invasiones de países justificables, como a veces parece escucharse en quienes tratan de manejar principios morales intangibles e inmutables de la Guerra Fría para contemporizar con una amenazada Rusia frente al maléfico Estados Unidos. La unidad racial, étnicopolítica, religiosa o ideológica nunca pueden justificar la barbarie, como trata Putin de argumentar una y otra vez, bajo la excusa de una amenaza existencial para anexionarse territorios a sangre y fuego mediante la guerra, algo que ya ha hecho anteriormente en Chechenia o Crimea.

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Miedo a la paz

La atención internacional parece pendiente del anuncio de suministro de tanques Leopard a Ucrania, en apoyo a la guerra contra la invasión de Rusia. Sin ninguna duda, supone un paso importante, no solo en la escalada militar del conflicto, sino especialmente en el plano político, al trasladar al Kremlin el decidido compromiso de la OTAN en apoyar a Ucrania con todas las consecuencias, al tiempo que da un mensaje de unión sin fisuras por parte de todos los actores que respaldan al ejército ucraniano, algunos de cuyos países y mandatarios han dado muestras de contrariedad frente a las estrategias belicistas ilimitadas de Estados Unidos.

Sin embargo, a medida que avanza una guerra que pronto cumplirá el año y se suceden los anuncios de envío de más y más material militar cada vez más sofisticado, nos damos cuenta de que estamos ante un conflicto derivado del cierre en falso de la Guerra Fría. Tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, se decía que acabaría la tensión entre los dos bloques militares en Europa sobre la base de la retirada soviética del espacio centroeuropeo, la disolución del Pacto de Varsovia, la garantía de no avance de la OTAN hacia los países del Este y la reunificación alemana. Todo ello tomó cuerpo en la llamada Carta de París, donde se reflejó el nuevo concepto de “seguridad continental integrada” de Europa. Pero las diferentes convulsiones políticas que ha vivido Rusia y el avance de la OTAN hasta sus fronteras han generado tensiones en el continente que, en el caso de Ucrania, han desembocado en una guerra, tras la invasión de Rusia en febrero de 2022.

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La gravedad del sabotaje a los gasoductos Nord Stream

Las explosiones provocadas en cuatro tramos de los gasoductos Nord Stream I y II bajo el mar Báltico representan un salto muy peligroso en la guerra que se libra en territorio europeo, con repercusiones muy graves y de consecuencias insospechadas en la tensión global.

En un escenario bélico tan delicado como el que vivimos, en el que se repiten amenazas de ataque nuclear por Rusia, se han destruido dos canalizaciones estratégicas vitales para el suministro de gas a Europa que, como estamos viendo con la crisis de suministro energético desencadenada, no van a poder reanudar el suministro en el futuro con independencia del resultado de la guerra ni será una carta para la negociación con las autoridades rusas en el marco de las sanciones impuestas. Europa se queda sin una de las fuentes de suministro energético fundamental sobre la que ha planificado su economía y pierde la posibilidad de exigir la reanudación del suministro de gas en función de la marcha de la guerra en Ucrania y el impacto de las sanciones impuestas a la Federación Rusa. Pero este país también ve destruida una infraestructura fundamental que permite exportar un recurso energético clave para obtener recursos fundamentales para su maltrecha economía.

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¿El fin de qué abundancia?

Afirmaba el presidente Macron hace pocos días, de manera solemne, en rueda de prensa tras la celebración del Consejo de Ministros, que había llegado “el fin de la abundancia”. Una declaración tan grandilocuente, realizada en un momento histórico como el que vivimos, suena al aviso de llegada de una catástrofe, cuando se hace en medio de una guerra a las mismas puertas de Europa, hablando de cortes de energía y posibles racionamientos disfrazados de “medidas de ahorro”, con un encarecimiento de productos básicos muy por encima de lo que pueden soportar familias y trabajadores, ante dificultades para abastecernos de energía y redistribuir la que tenemos entre todos los países europeos, cuando sufrimos problemas de suministro de materias primas y bienes esenciales, ante empresas que tienen que cerrar y familias que comienzan a acaparar leña ante un invierno repleto de incertidumbres.

Pero alguien debería de haber preguntado al presidente Macron de qué abundancia hablaba, porque para millones de europeos, sacudidos por la Gran Recesión generada durante la gigantesca crisis financiera que a duras penas pudieron mantenerse a flote no ha habido abundancia, sino pura supervivencia, por no hablar de los millones de trabajadores y desempleados más que también se han visto golpeados por los efectos económicos y sociales de la pandemia de COVID-19, cuyas consecuencias todavía perduran en algunos sectores. El conjunto de la clase media europea vive con lo justo, endeudada y trampeando como puede para salir adelante, mientras se explica que hay que gastar miles de millones de euros para enviar armas para la guerra de Ucrania, se anuncia pobreza, racionamientos, inflación desbocada, cierre de empresas y dificultades para el suministro energético.

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La fatiga de Europa ante un verano inquietante

Pocos veranos han sido tan extraños como el que vivimos este año los europeos. Con una guerra a nuestras puertas, tratando de recuperar las vacaciones tras vivir los dos últimos años atenazados por la pandemia, viendo a nuestro alrededor como muchos conocidos siguen cayendo contagiados como fichas de dominó, con una escalada inflacionista que ha llevado los precios de alimentos esenciales a niveles de artículos de lujo, escuchando avisos continuos de que el próximo invierno será muy duro e incluso podremos pasar frío por el corte del suministro de gas desde Rusia, padeciendo los efectos inequívocos de un cambio climático que está afectando a nuestras vidas y acelerando la quema de nuestro valioso patrimonio forestal, con un cansancio en la sociedad que empieza a tener costes visibles y acelerar situaciones de inestabilidad.

Ante un futuro tan inquietante, miremos donde miremos, solo nos queda vivir el presente. Es así que este verano lo vivimos como si hubiéramos subido a la cubierta del Titanic para bailar y beber, ajenos a esos icebergs que asoman por el horizonte. Y no es para menos. Hacía tiempo que la sociedad no acumulaba tanto sacrificio y dolor continuado, desde que en 2008 comenzó una gigantesca recesión mundial de la mano de una crisis económica y financiera de dimensiones cataclísmicas. Y cuando parecía que recuperábamos el aire, que abandonábamos tanto sufrimiento, nuevas catástrofes asoman por el horizonte sin darnos un respiro.

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La resurrección de la Guerra Fría

Se escucha con frecuencia la necesidad de conocer nuestra historia para no repetirla, pero habitualmente desconocemos esa misma historia a la que apelamos y que en no pocas ocasiones nos empeñamos en volver a transitar. La invasión rusa de Ucrania y la posterior guerra que allí se ha desencadenado vuelven a poner encima de la mesa demasiados episodios históricos que creíamos ya superados, exigiendo cautela en los análisis y decisiones.

Son cada vez más las voces que alertan de que estamos reviviendo el inicio de una nueva Guerra Fría, más de siete décadas después de que diera comienzo formalmente tras la Segunda Guerra Mundial, distinta en muchos de sus componentes, pero idéntica en cuanto a la confrontación global que abrió entre grandes bloques económicos políticos, militares e ideológicos.

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Dilemas humanitarios en la guerra de Ucrania

La guerra que está teniendo lugar en Ucrania, tras la invasión realizada por el ejercito ruso, está planteando importantes tensiones y dilemas, no solo en el plano militar, estratégico y político, sino de una manera muy particular en el plano humanitario. Todo parece indicar que la operación corta y enérgica que planteaba Rusia, con una victoria apabullante y un control sobre todo el territorio de Ucrania, se ha convertido en una sucesión de fracasos y de sangrientas batallas, con un coste altísimo para el ejército ruso, tanto en términos de vidas humanas como de equipos militares, cuyo máximo exponente ha sido la pérdida de doce altos generales en el escenario de guerra abatidos por las tropas ucranianas.

Todo ello ha sido posible gracias al abastecimiento masivo de material militar, suministros, munición, recursos y sobre todo inteligencia por parte de los países occidentales y de la propia OTAN, en unos niveles nunca vistos en una guerra de esta naturaleza. Hasta el punto de que se habla de lo que se denomina, técnicamente, como una “guerra proxy”, aquellos combates de un estado contra otro en el que, además de sus fuerzas militares, se utilizan fuerzas de otro país, bien sea a través de soldados, milicias, equipos o combatientes de distinta naturaleza. Pero también Rusia está recurriendo a ello, en la medida en que ha necesitado contar con los sangrientos mercenarios de Wagner, voluntarios chechenos, fuerzas daguestaníes, soldados cosacos y bielorrusos, junto a milicianos de Siria, entre otras fuerzas que están ahora mismo sobre el terreno protagonizando los combates.

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