
Afirmaba el presidente Macron hace pocos días, de manera solemne, en rueda de prensa tras la celebración del Consejo de Ministros, que había llegado “el fin de la abundancia”. Una declaración tan grandilocuente, realizada en un momento histórico como el que vivimos, suena al aviso de llegada de una catástrofe, cuando se hace en medio de una guerra a las mismas puertas de Europa, hablando de cortes de energía y posibles racionamientos disfrazados de “medidas de ahorro”, con un encarecimiento de productos básicos muy por encima de lo que pueden soportar familias y trabajadores, ante dificultades para abastecernos de energía y redistribuir la que tenemos entre todos los países europeos, cuando sufrimos problemas de suministro de materias primas y bienes esenciales, ante empresas que tienen que cerrar y familias que comienzan a acaparar leña ante un invierno repleto de incertidumbres.
Pero alguien debería de haber preguntado al presidente Macron de qué abundancia hablaba, porque para millones de europeos, sacudidos por la Gran Recesión generada durante la gigantesca crisis financiera que a duras penas pudieron mantenerse a flote no ha habido abundancia, sino pura supervivencia, por no hablar de los millones de trabajadores y desempleados más que también se han visto golpeados por los efectos económicos y sociales de la pandemia de COVID-19, cuyas consecuencias todavía perduran en algunos sectores. El conjunto de la clase media europea vive con lo justo, endeudada y trampeando como puede para salir adelante, mientras se explica que hay que gastar miles de millones de euros para enviar armas para la guerra de Ucrania, se anuncia pobreza, racionamientos, inflación desbocada, cierre de empresas y dificultades para el suministro energético.
Los estudios demuestran que las políticas de desregulación y privatización promovidas desde la UE primero, junto a las medidas de ajuste y recorte salvajes posteriores con motivo de la Gran Recesión, han llevado a un progresivo empobrecimiento y una pérdida de poder adquisitivo del conjunto de la población europea. Como contrapunto, las desigualdades han crecido hasta niveles nunca conocidos, con una acumulación de renta, patrimonio y riqueza en los sectores más opulentos que resulta escandalosa. Para unos y para otros, la abundancia a la que se refería Macron no hay duda de quién la tiene y disfruta.
Sin embargo, a la guerra, la escasez de recursos, la crisis ambiental, el empobrecimiento de la población y los problemas de suministro energético se suma un replanteamiento profundo de la UE y de su propia existencia. Porque todo apunta en la misma dirección: el modelo económico, político y energético construido por la Unión Europea desde hace décadas hace aguas y es incapaz de afrontar los graves desafíos que amenazan, incluso, la propia supervivencia de su sistema productivo.
La economía europea, en su conjunto, ha dependido de la fortaleza del modelo económico alemán, que es, además, el país que ha dictado las políticas neoliberales del Banco Central Europeo, como vimos durante la década de recesión con motivo de la gran crisis financiera en las medidas austericidas aplicadas y exigidas entonces por Alemania a los países del sur de Europa. Pero el aparentemente exitoso modelo económico alemán se construyó garantizando el acceso masivo y barato al gas ruso, fundamental para la economía y su sistema productivo, que ha desarrollado una ingeniería mecánica altamente cualificada, con los vehículos de gasolina como estrellas, obteniendo enormes superávits comerciales en los últimos años.
Pero esa misma economía alemana saneada y con abundantes recursos, fue incapaz de invertir en energías limpias alternativas, tecnología digital avanzada ni transportes ecológicamente sostenibles. Hasta el punto de que cuando la Comisión Europea diseñó en 2015 la nueva estrategia energética bajo el nombre de “Unión de la Energía”, se apoyó y desplegó el relato del gas como combustible de transición en el que Europa tenía que apoyar su futuro, como pedía Alemania, dando así un mayor poder económico y político a la Federación Rusa y a Putin a través de la red de megagasoductos que conectarían Rusia con Alemania, junto a otros con países muy poco presentables.
Desde 1990 a 2010, la Federación Rusa ha sido el mayor proveedor de petróleo, carbón y gas a la Unión Europea, y a Alemania en particular, permitiendo así que la economía germana avanzara, dependiente del gas barato que llegaba del Nord Stream 1 y que lo haría en el 2 acabado de construir. Pero ahora, cuando la UE aprueba los paquetes de sanciones contra la misma Rusia con la que durante décadas hemos construido una maraña de intereses energéticos de los que Europa en general, y Alemania de una manera muy particular, depende, nos encontramos con que no se han trabajado alternativas. La preocupación de Europa ha sido la austeridad, el rigor presupuestario y los recortes, mientras la economía alemana iba viento en popa.
Y tampoco es que Francia vaya mejor, basando su modelo energético en centrales nucleares, con 32 de sus 56 reactores parados por problemas de mantenimiento, seguridad o falta de agua para la refrigeración, algo en lo que nadie pensó en su día.
De manera que, efectivamente, tiene que haber fin de la abundancia, pero de errores y engaños, de hipocresía y cinismo, y también de avaricia y codicia de los más poderosos.