
La guerra que está teniendo lugar en Ucrania, tras la invasión realizada por el ejercito ruso, está planteando importantes tensiones y dilemas, no solo en el plano militar, estratégico y político, sino de una manera muy particular en el plano humanitario. Todo parece indicar que la operación corta y enérgica que planteaba Rusia, con una victoria apabullante y un control sobre todo el territorio de Ucrania, se ha convertido en una sucesión de fracasos y de sangrientas batallas, con un coste altísimo para el ejército ruso, tanto en términos de vidas humanas como de equipos militares, cuyo máximo exponente ha sido la pérdida de doce altos generales en el escenario de guerra abatidos por las tropas ucranianas.
Todo ello ha sido posible gracias al abastecimiento masivo de material militar, suministros, munición, recursos y sobre todo inteligencia por parte de los países occidentales y de la propia OTAN, en unos niveles nunca vistos en una guerra de esta naturaleza. Hasta el punto de que se habla de lo que se denomina, técnicamente, como una “guerra proxy”, aquellos combates de un estado contra otro en el que, además de sus fuerzas militares, se utilizan fuerzas de otro país, bien sea a través de soldados, milicias, equipos o combatientes de distinta naturaleza. Pero también Rusia está recurriendo a ello, en la medida en que ha necesitado contar con los sangrientos mercenarios de Wagner, voluntarios chechenos, fuerzas daguestaníes, soldados cosacos y bielorrusos, junto a milicianos de Siria, entre otras fuerzas que están ahora mismo sobre el terreno protagonizando los combates.
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