
Nadie está preparado para una guerra de destrucción, muerte y barbarie como la que ha desencadenado Vladimir Putin en Ucrania. Pero mucho menos, en medio de una devastadora pandemia que cumple dos años y cuyas dañinas consecuencias persisten, dentro de una Europa que todavía mantiene muy presentes los efectos de la gigantesca destrucción causada durante la Segunda Guerra Mundial y promovida por una potencia nuclear con aires imperialistas que afirma abiertamente querer derrocar a gobierno de un país al que califica de drogadictos, como hizo Putin al justificar esta salvajada.
Ahora queda esperar que se alcance con rapidez un acuerdo de paz, aunque sea precario e inestable, pero que permita detener la destrucción perpetrada por la maquinaria militar rusa e impida lo que estamos viendo con un enorme dolor, una vez más. En una guerra es la población civil la que sufre siempre, en mayor medida, el efecto de las decisiones de dirigentes políticos y militares.
Junto a la lógica indignación y el enorme dolor que todos compartimos ante el inimaginable sufrimiento y destrucción al que estamos asistiendo, se ha desatado, una vez más, una corriente de solidaridad en la ciudadanía que, con rapidez, se ha movilizado para tratar de colaborar, de alguna manera, con la población atacada y con los cientos de miles de refugiados que están huyendo por las fronteras. Esa misma solidaridad que, como Eduardo Galeano señaló, es la ternura que tienen los pueblos para enviar cariño y ayuda a quien peor lo está pasando.
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