La paradoja de los carritos y nuestro compromiso ciudadano

Son numerosas las personas que exigen más y más a las instituciones públicas, pidiendo incluso que cumplan con obligaciones que nos corresponden a todos nosotros, como si fuéramos seres infantiles, sin responsabilidades sociales ni obligaciones ciudadanas. Y es cierto que las instituciones públicas tienen competencias muy amplias que tienen que ejercer para mejorar nuestras vidas, pero sorprende que muchos de quienes no paran de pedir y reclamar olvidan sus deberes y compromisos más básicos, actuando con niveles de egoísmo enfermizos.

Lo hemos visto con claridad en los momentos más duros de la pandemia, por muchos de quienes no paraban de exigir de manera airada ayudas y subvenciones sin parar, de reclamar atención sanitaria y cuidados médicos, de pedir todo tipo de medidas y dispositivos, pero que luego se negaban hasta a ponerse una simple mascarilla en lugares públicos en los que había personas de riesgo. La ausencia de la más mínima empatía, incluso hacia personas a las que podían poner en peligro para su salud, retrataba el egoísmo y el incivismo de muchos de esos negacionistas de la empatía.

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El insoportable coste de la pobreza infantil

Existe una preocupación creciente por la pobreza infantil, así como sobre sus diferentes perfiles, impactos y consecuencias. A nivel internacional y también en España, este problema ocupa una mayor atención en responsables públicos, técnicos sociales, investigadores y académicos, junto a organizaciones especializadas.

            La pobreza infantil, la privación y la exclusión en niños, niñas y adolescentes (NNA) existe entre nosotros y tiene múltiples formas, dificultando que los menores puedan tener una vida adecuada, afectando a su salud y a su educación, causando problemas de convivencia e integración que incrementan las probabilidades de fracaso escolar o problemas laborales futuros. Hasta el punto de que se puede afirmar que la pobreza infantil tiene un elevado coste, en primer lugar, para quien la sufre, pero también para el conjunto de la sociedad, aunque no son los costes económicos, ni mucho menos, los elementos más preocupantes que inciden en la vida de estos niños, niñas y adolescentes. Crecer en un hogar en situación de pobreza o desventaja tiene, sin duda, efectos duraderos en la vida de los menores.

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¿Para cuándo la paz?

Al cumplirse un año de la invasión de Rusia en Ucrania y el inicio de una guerra que está llevando la muerte, la destrucción y la barbarie sobre este país y sus gentes, nadie parece aventurarse a hablar de paz o del fin de la acción cruel y criminal que Rusia desató tras la decisión caprichosa y delirante de su presidente, Vladimir Putin, de querer derrocar a un gobierno al que calificaba de drogadictos y degenerados, según su relato justificativo de la invasión.

No hay guerras buenas ni invasiones de países justificables, como a veces parece escucharse en quienes tratan de manejar principios morales intangibles e inmutables de la Guerra Fría para contemporizar con una amenazada Rusia frente al maléfico Estados Unidos. La unidad racial, étnicopolítica, religiosa o ideológica nunca pueden justificar la barbarie, como trata Putin de argumentar una y otra vez, bajo la excusa de una amenaza existencial para anexionarse territorios a sangre y fuego mediante la guerra, algo que ya ha hecho anteriormente en Chechenia o Crimea.

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