El insoportable coste de la pobreza infantil

Existe una preocupación creciente por la pobreza infantil, así como sobre sus diferentes perfiles, impactos y consecuencias. A nivel internacional y también en España, este problema ocupa una mayor atención en responsables públicos, técnicos sociales, investigadores y académicos, junto a organizaciones especializadas.

            La pobreza infantil, la privación y la exclusión en niños, niñas y adolescentes (NNA) existe entre nosotros y tiene múltiples formas, dificultando que los menores puedan tener una vida adecuada, afectando a su salud y a su educación, causando problemas de convivencia e integración que incrementan las probabilidades de fracaso escolar o problemas laborales futuros. Hasta el punto de que se puede afirmar que la pobreza infantil tiene un elevado coste, en primer lugar, para quien la sufre, pero también para el conjunto de la sociedad, aunque no son los costes económicos, ni mucho menos, los elementos más preocupantes que inciden en la vida de estos niños, niñas y adolescentes. Crecer en un hogar en situación de pobreza o desventaja tiene, sin duda, efectos duraderos en la vida de los menores.

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Pobreza con mayúsculas

Los pobres asustan, dan miedo, se les quiere tener cuanto más lejos, mejor. Sucede a nivel internacional y en nuestras propias ciudades y barrios en los que sabemos que hay numerosas personas que sufren situaciones extremas de privación, malviviendo como pueden, luchando con dignidad por salir adelante en un mundo de opulencia y desigualdades descomunales que nos cuestan, incluso, concebir.

Por eso nuestros políticos tratan de ignorarlos y evitarlos, salvo en campañas electorales en las que siempre añaden a su álbum de fotos alguna imagen con alguno de ellos, preferentemente niños, buscando que aparezcan, eso sí, dóciles y sonrientes, agradecidos de recibir las sobras para comer. Lo mencionaba con acierto el prestigioso periodista estadounidense David Rieff en su reconocido libro “Una cama por una noche: el humanitarismo en crisis”, al explicar que a quienes más les gusta fotografiarse con niños son a los dictadores, a los políticos y a los que reparten ayuda.

Como nos asusta saber que cerca de nosotros hay pobres, tratamos de evitar nombrarlos, habiendo creado una colección maravillosa de eufemismos altamente tecnificados que nos evitan llamar a las cosas por su nombre y reconocer nuestro gigantesco fracaso. En lugar de hablar de personas que viven rebuscando en la basura, de recoger las sobras de comida, que están desesperados y sin horizonte, o que les condenamos a malvivir en los márgenes de la sociedad, preferimos hablar de “personas de difícil empleabilidad”, de “colectivos en riesgo de exclusión social”, de “sectores vulnerables”, de grupos con “falta de competitividad” o de “escaso capital relacional”. Todo menos poner rostro, nombres y conocer el sufrimiento que hay detrás de cada una de esas personas.

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Obscena desigualdad

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Sobre pocas cosas hay tanta unanimidad hoy en día como en la gravedad de los profundos niveles de desigualdad que se han alcanzado, el síntoma de la enfermedad de un sistema económico capaz de generar los procesos de acumulación de riqueza más formidables de la historia que amenazan la estabilidad mundial. Es algo en lo que coinciden desde el Papa Francisco al Fondo Monetario Internacional, pasando por instituciones multilaterales, universidades y centros de investigación de todo el planeta.

En nuestro país esta desigualdad es sorprendentemente alta en el conjunto de la UE, tanto si se comparan ingresos o renta mediante el coeficiente de Gini que lo mide, con una particularidad: España es el país de la OCDE donde más ha avanzado la desigualdad, pero también donde más se ha ampliado la pobreza, un coctel explosivoque todas las estadísticas, estudios y centros de investigación destacan. Y es que la desigualdad en el reparto de los recursos económicos también se corresponde con disparidad en la participación pública y en el acceso a servicios básicos como sanidad y educación, siendo una característica estructural de nuestro modelo social. La larga etapa de expansión económica previa a la Gran Recesión de 2008 amplió la brecha entre las rentas del capital y las rentas del trabajo en la sociedad española, entre empresarios y trabajadores, sentando las bases de un país cada vez más divergente. Posteriormente, el estallido de la crisis y sus devastadores efectos han tenido un impacto particularmente dañino sobre los trabajadores que, en España, tienen salarios de los más bajos de Europa junto a condiciones laborales particularmente vulnerables.

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La enfermedad de la pobreza

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La visita a España durante dos semanas del relator especial de las Naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, el australiano Philip Alston, ha situado en primer plano de la actualidad numerosos datos y análisis que este alto diplomático internacional ha obtenido, tras su visita a diferentes ciudades, barrios y poblados marginales, entrevistándose con autoridades, responsables públicos, investigadores, activistas sociales y, por supuesto, escuchando a numerosas personas que viven diferentes situaciones de privación. Forma parte del trabajo de estos enviados especiales, quienes tienen que visitar sobre el terreno los países que analizan, entrevistándose con todas las partes objeto de su estudio para que éste sea riguroso.

Aunque el informe final será presentado oficialmente en junio ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra, se ha conocido un primer avance, conteniendo un balance tan desgarrador como preocupante sobre el impacto, las consecuencias y los efectos de la pobreza en nuestro país. En realidad, por alarmantes que sean las conclusiones obtenidas por el enviado de las Naciones Unidas, lo único que ha hecho es certificar de primera mano lo que desde hace años desde muchos otros ámbitos, investigadores, activistas y organizaciones especializadas venimos señalando sin éxito: la pobreza y la desigualdad en España han alcanzado niveles intolerables quenos dañan como sociedad y erosionan profundamente nuestras posibilidades como país. Pero por encima de todo, generan un enorme sufrimiento en quienes las padecen, limitando sus posibilidades y afectando de manera determinante a su vida.

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Sinhogarismo

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Uno de los exponentes más visibles y desalentadores de la exclusión social lo constituyen las personas que, careciendo de hogar y alojamiento, viven en nuestras calles, de manera temporal, permanente o de forma itinerante. Es lo que se denomina como “sinhogarismo”, un neologismo que está empezando a generalizarse para definir la situación de aquellas personas que no pueden acceder o conservar un alojamiento adecuado a sus circunstancias personales de forma duradera, capaz de proporcionar una convivencia estable, debido a razones económicas, barreras sociales o bien porque presentan dificultades para tener una vida autónoma. Este concepto presenta algunas ventajas respecto a otros, como transeúnte, sintecho, indigente o mendigo, ya que es mucho más preciso en la definición, eliminando valoraciones estigmatizadoras que no ayudan a comprender e intervenir sobre la problemática.

No estamos, ni mucho menos, ante un fenómeno nuevo, si bien nuestras ciudades registran un aumento de personas que duermen y viven en las calles en los últimos años, debido a los dañinos efectos generados por las políticas de ajuste aplicadas durante la última gran crisis, particularmente en países del Sur de Europa, junto al aumento y la extensión de fenómenos novedosos de vulnerabilidad social. De esta forma, la situación de quienes viven en nuestras calles de manera habitual ha desbordado los perfiles tradicionales de personas en situaciones de marginación, extendiéndose a otras muchas que han perdido sus viviendas por desahucios, a mayores de 45 años que han sido despedidos y no encuentran empleo, a inmigrantes que no pueden renovar sus permisos o regularizarse, así como a otras personas que por diferentes causas pierden sus redes familiares, por señalar las más destacables. Así, cuantas más personas duermen en nuestras calles, más fallos y deficiencias presenta nuestra sociedad por haber llevado a estas personas a situaciones extremas, sin ofrecerles posibilidades para que puedan vivir con un mínimo de dignidad. Seguramente por ello, muchos ayuntamientos prefieren mirar para otro lado, sin reconocer el fracaso que supone que dentro de los cajeros de muchos bancos o en sus parques y jardines haya personas malviviendo en estas condiciones, como si formaran parte del mobiliario urbano.
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La era de la desigualdad

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El fenómeno de la desigualdad ocupa un espacio cada vez mayor en los discursos políticos, en los trabajos académicos y en las preocupaciones de numerosas instituciones nacionales e internacionales. El magnífico libro del economista francés Thomás Piketty tuvo la capacidad de poner el foco en un tema que no había merecido hasta entonces la atención requerida, sumando al estudio de la desigualdad, además de a sociólogos y economistas, a psicólogos, politólogos, filósofos, geógrafos, arqueólogos e incluso físicos, que con distintas perspectivas están desvelando la importancia de las causas, consecuencias y alcance de uno de los fenómenos contemporáneos más importantes. De hecho, en estos momentos en el buscador académico Scholar Google se pueden encontrar más de 3.100.000 referencias internacionales en inglés sobre desigualdad, junto a otras 421.000 en español.

Pero a medida que el concepto de desigualdad se generaliza entre responsables políticos, institucionales y de organizaciones sociales, la retórica hueca y las imprecisiones, cuando no las confusiones, aparecen mezcladas, alimentando con ello una peligrosa demagogia populista que poco ayuda a intervenir sobre un problema tan complejo. Con frecuencia, muchos no tienen claro el significado e impacto de la desigualdad, mezclando la desigualdad económica, de renta o patrimonial. Además, se habla de pobreza y desigualdad como si fueran conceptos idénticos, cuando hay países ricos con sociedades profundamente desiguales, como sucede en Estados Unidos, por ejemplo, exigiendo estrategias diferenciadas de intervención en cada caso. De hecho, escuchamos con cierta frecuencia a personas que utilizan, como si fueran conceptos idénticos, procesos nítidamente distintos como son la desigualdad, la pobreza, la injusticia, la iniquidad, la discriminación, la redistribución, la exclusión o la vulnerabilidad.

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Durmiendo entre cartones

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Hace poco que la luz de la mañana ha estrenado el día, y aunque el relente del amanecer llega hasta los huesos, no es eso lo que le ha sobresaltado en su improvisada cama de mantas, cartones y bolsas, sino escuchar su nombre. Tiempo atrás, cuando las cosas le empezaron a ir mal y acabó en la calle, decidió dejar de utilizar su nombre, Pedro, como si así pudiera borrar su antigua vida para pasar a llamarse “barbas”, un apelativo mucho más acorde con su nueva apariencia física ya que en contadas ocasiones podía asearse y afeitarse, por lo que su larga barba canosa le distinguía del resto de compañeros de la calle. Por ello, escuchar esa mañana con voz firme el nombre de Pedro le hizo recordar que tenía un nombre, una vida y hasta un pasado feliz, con mujer, trabajo e hijos, a los que la perra vida apartó de su lado.

Pedro, es decir “el barbas”, era una persona normal, hasta rutinaria. Entró bien pronto a trabajar en una carpintería en Madrid donde aprendió el oficio, convirtiéndose enseguida en un buen especialista. La seguridad de tener un trabajo estable con un buen sueldo llevó a Pedro a casarse con Puri, su novia de siempre, y pronto llegaron dos hijas con apenas dos años de diferencia. La casa, el coche, las vacaciones en Torrevieja y los partidos en el Calderón los domingos formaban parte de una vida que parecía estable, hasta que todo empezó a torcerse. Primero fue el golpe de una viga de madera en el taller que le rompió la mano, teniendo que coger por primera vez en su vida una baja laboral de varios meses, regresando al trabajo con fuertes dolores en la mano que nunca le han desaparecido, junto a dificultades para desarrollar la pericia que tenía. De manera que su jefe estaba cada vez más contrariado al no poderle encargar las mismas tareas que antes, y en cuanto llegó la crisis y los pedidos descendieron en picado, la empresa se deshizo de él por cuatro perras, aprovechando una de las dolorosas reformas laborales aprobadas. A su edad y en medio de una crisis devastadora que había llenado las plazas de su barrio de gente parada, Pedro comenzó a beber para poder soportar los días vacíos, pero su afición a la bebida pronto rompió su matrimonio, empezando a deambular por las calles, los comedores sociales y los albergues. Hace meses que unos compañeros le dijeron que en Alicante el tiempo es más generoso y la presencia de turistas durante todo el año aumenta las posibilidades de conseguir algunas monedas, por lo que ahora “el barbas” es uno de los transeúntes que deambulan y duermen en las calles de nuestra ciudad.

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Maldita pobreza

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Mientras se levanta a las nueve, como todas las mañanas, Antonio escucha en la radio cifras y porcentajes que no acaba de entender bien intentando informar de algo que conoce perfectamente porque lleva años viviéndolo en primera persona: de la maldita pobreza. Y es que los datos nunca serán capaces de expresar todo el dolor, la inmensa rabia y el profundo sufrimiento de quienes llevan años malviviendo y sobreviviendo en medio de esta devastación humana que comenzó con eso que hemos llamado crisis financiera, pero que en realidad escondía una codicia, especulación y corrupción desmedidas. Y tras asearse con agua fría para no gastar butano, Antonio se prepara un desayuno también frío con la leche y las galletas que recogió hace unos días en la parroquia del barrio, junto a algunas legumbres, azúcar, aceite y unos paquetes de macarrones. Hace tiempo que decidió que el agua caliente fuera para su mujer, que tiene que madrugar más que él para limpiar oficinas y poder traer los 550 euros que todos los meses entran en casa y con los que hacen milagros, porque con su trabajo nunca se puede saber por adelantado el dinero que consigue para malvivir.

A pesar de esa maldita pobreza en la que vive desde hace años, Antonio se comprometió a no perder en el camino ni un gramo de dignidad y, aunque fue de los primeros albañiles despedidos en su obra allá por 2009 y todavía no ha conseguido encontrar un miserable empleo en toda la ciudad, decidió trabajar a diario haciendo un horario estricto que le lleva a estar a las diez de la mañana en la calle, con su furgoneta destartalada descendiendo por la avenida de Alcoy para bajar por la Rambla y tras bordear el Postiguet dirigirse hacia la Albufereta y el Cabo. Pronto comprendió que allí es donde puede obtener algo más de dinero, siempre que tenga suerte, claro, porque el gasoil de la furgoneta hay que pagarlo y hay días en los que apenas da para ello. Pero por vieja y abollada que esté su vieja Citroen, le permite meter en ella más cosas y ahorrar así en viajes, algo que ya les gustaría poder hacer a otros muchos amigos que se dedican a lo mismo, pero que apenas disponen de un carrito de la compra, una bici o un cochecito de bebé adaptado para llevar cachivaches dentro.

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Emergencia social

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En pocas cosas hay tanta unanimidad, entre los partidos políticos que aspiran a formar nuevo gobierno, como en la necesidad de poner en marcha un ambicioso plan de emergencia social. Indicadores estadísticos europeos y nacionales coinciden en destacar una y otra vez los elevados niveles de pobreza, desigualdad y exclusión social que se han alcanzado en España, colocándonos en los primeros puestos entre los países de la UE, abriendo así una brecha social que no para de avanzar y cuyos efectos tardarán años en desaparecer. El problema es que el tiempo que se necesita para generar cambios económicos y sociales de envergadura que transformen esta situación no coincide con las necesidades vitales y personales más urgentes de miles de familias, que no pueden esperar más para que se solucionen auténticos dramas humanos contemporáneos de proporciones devastadores para quienes lo sufren. De ahí la importancia de comprender correctamente la situación de emergencia social en la que nos encontramos y realizar así un adecuado diagnóstico.

Artículo publicado en el diario Información de Alicante, el domingo 7 de febrero de 2016 (Pinchar aquí para ver enlace original)

​Muchos de los síntomas de ese devastador proceso vivido son bien conocidos, en forma de destrucción de puestos de trabajo y desempleo masivo, con la expulsión de amplios sectores de jóvenes y profesionales al extranjero, mientras numerosas familias sin recursos han perdido su casa con los cerca de medio millón de desahucios ejecutados desde el inicio de la crisis, al tiempo que cada vez más personas no pueden pagar incluso sus tratamientos médicos y satisfacer sus necesidades más básicas, hasta el punto de tener que recurrir a comedores sociales y bancos de alimentos en proporciones nunca antes vistas desde la posguerra, con miles de niños en situación de pobreza y vulnerabilidad ante la imposibilidad de sus padres hasta de poder pagar los comedores escolares, con hogares incapaces de hacer frente a los recibos de consumos básicos de agua, electricidad o gas.

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Al borde del camino

Al borde del camino

Convertir la política en delirio nunca ha traído nada bueno. El alejamiento de la realidad es una anomalía mental preocupante que puede degenerar en patologías en las que el sujeto construye un mundo falso e irreal al romperse la relación con las personas y la sociedad. Pero en política, el alejamiento de la realidad supone una aberración moral y un fraude democrático en la medida en que los dirigentes políticos que lo protagonizan se construyen un mundo paralelo a su medida, alejado y enfrentado a la ciudadanía para la que deberían trabajar.

La comparecencia del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el Palacio de la Moncloa el pasado lunes, para hacer balance de la legislatura, tras la aprobación por el Consejo de Ministros del decreto de convocatoria de elecciones para el 20 de diciembre, representó un magnífico ejemplo de hasta qué punto un responsable político puede estar alejado de la realidad y vivir fuera de ella sin sentir la menor vergüenza. Acostumbrados como estamos a las falsedades, medias verdades y mentiras deliberadas que Rajoy y su Gobierno han venido prodigando en estos cuatro durísimos años, su balance de legislatura representó un panfleto electoral que transitaba entre el sadismo político y el desprecio social hacia una ciudadanía exhausta por una desigualdad abismal, una precariedad extrema, una pobreza creciente, un hundimiento de los salarios, un recorte en los servicios públicos y en los derechos, junto a un encarecimiento de precios y servicios básicos. A todas esas personas para las que no existe futuro sino únicamente un presente cada vez más incierto en el que sobrevivir, el discurso autoelogioso, rimbombante y quimérico que pronunció Rajoy para cerrar sus cuatro años de mandato solo contribuye a alejarlos de la política y aumentar su enfado por tener que seguir soportando el desprecio de un Gobierno que les ha maltratado una y otra vez a lo largo de toda su legislatura.

Que el presidente del Gobierno de un país como España llegue a afirmar en su Palacio Presidencial que “se ha superado la peor crisis sin que nadie se quedara al borde del camino” constituye un auténtico testamento político para un partido y un presidente que no han dejado de tratar con desprecio, arrogancia y desdén a los sectores más empobrecidos y humildes de la sociedad. No hay duda de que esos caminos por los que pasea Rajoy, llenos de guardaespaldas y asesores que no paran de halagarle, recorridos desde su coche oficial blindado y en los que hasta se recomienda no tender ropa a su paso, como se hizo durante su reciente visita a Finestrat, nada tienen que ver con los caminos que transitamos el resto de los ciudadanos.

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