
Los pobres asustan, dan miedo, se les quiere tener cuanto más lejos, mejor. Sucede a nivel internacional y en nuestras propias ciudades y barrios en los que sabemos que hay numerosas personas que sufren situaciones extremas de privación, malviviendo como pueden, luchando con dignidad por salir adelante en un mundo de opulencia y desigualdades descomunales que nos cuestan, incluso, concebir.
Por eso nuestros políticos tratan de ignorarlos y evitarlos, salvo en campañas electorales en las que siempre añaden a su álbum de fotos alguna imagen con alguno de ellos, preferentemente niños, buscando que aparezcan, eso sí, dóciles y sonrientes, agradecidos de recibir las sobras para comer. Lo mencionaba con acierto el prestigioso periodista estadounidense David Rieff en su reconocido libro “Una cama por una noche: el humanitarismo en crisis”, al explicar que a quienes más les gusta fotografiarse con niños son a los dictadores, a los políticos y a los que reparten ayuda.
Como nos asusta saber que cerca de nosotros hay pobres, tratamos de evitar nombrarlos, habiendo creado una colección maravillosa de eufemismos altamente tecnificados que nos evitan llamar a las cosas por su nombre y reconocer nuestro gigantesco fracaso. En lugar de hablar de personas que viven rebuscando en la basura, de recoger las sobras de comida, que están desesperados y sin horizonte, o que les condenamos a malvivir en los márgenes de la sociedad, preferimos hablar de “personas de difícil empleabilidad”, de “colectivos en riesgo de exclusión social”, de “sectores vulnerables”, de grupos con “falta de competitividad” o de “escaso capital relacional”. Todo menos poner rostro, nombres y conocer el sufrimiento que hay detrás de cada una de esas personas.
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