Nuevos enfoques para el Ingreso Mínimo Vital (IMV)

Uno de los dispositivos de protección social más importantes desplegados para contener los profundos efectos de la crisis causada por la pandemia de la Covid-19, junto a la extensión del mecanismo de los ERTE, fue la implantación del novedoso Ingreso Mínimo Vital (IMV), de ámbito estatal, que se sumaba al sistema de rentas de inserción autonómicas que con un recorrido muy desigual estaba en marcha. El impresionante aumento del desempleo que con rapidez generó la crisis sanitaria, los elevados niveles de pobreza alcanzados junto a la acusada caída de ingresos básicos en cientos de miles de familias exigía de una respuesta urgente, efectiva y ágil capaz de proporcionar recursos fundamentales para la subsistencia en un momento en el que la economía mundial vivía un “shock” generalizado de una profundidad desconocida.

En la nota del Consejo de Ministros tras su aprobación, en mayo de 2020, se afirmaba que el IMV llegaría a 850.000 hogares en los que vivían 2,3 millones de personas, con especial incidencia sobre menores, posibilitando así, en palabras textuales recogidas en este comunicado, “la práctica erradicación de la pobreza extrema” en España, algo que en su momento parecía excesivamente eufórico y que el tiempo ha demostrado completamente desmedido.

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Dormir al raso

Es cierto que estamos ante unas navidades atípicas, en las que todo cambia por días y nuestros cimientos parecen moverse como si estuvieran agitados por un terremoto. Pero a pesar de ello, hay elementos, emociones y valores que no cambian, formando parte del paisaje con el que envolvemos estas fiestas tan hogareñas, tan dadas a los buenos sentimientos y a las hermosas palabras.

                    Por eso, resulta llamativo que por estas fechas de frío y aislamiento, nos hayamos olvidado de los que duermen en las calles, de todas esas sombras envueltas en mantas y ropajes, recostados sobre cartones que encontramos en nuestras ciudades. Por el día acomodados como pueden en los bancos de plazas y parques, y por la noche buscando el refugio a la entrada de otros bancos, junto a los cajeros automáticos que escupen un dinero que ellos nunca tendrán.

Con los transeúntes que pueblan nuestras calles ocurre un fenómeno sorprendente. Aunque son personas que no pasan desapercibidas, con rostros llamativos curtidos por el sufrimiento, envueltos en ropajes muy precarios y con frecuencia en mal estado, rodeados siempre de enseres que dibujan el mapa del dolor en el que viven, intentamos no mirarlos a la cara para tratar de evitar tomar conciencia de su dolorosa existencia. Hasta el punto de que, a base de ignorarles, se han convertido en parte del paisaje urbano, un elemento más, desvencijado, eso sí, pero que ya pertenece a nuestras calles, como esos bancos rotos, esos baches o esas papeleras destrozadas, que con el tiempo ni consiguen atraer nuestra atención.

Pero tanta indiferencia como mostramos hacia quienes se han despeñado por el agujero de la vida para acabar durmiendo a la intemperie como pueden, no impide que sigan estando ahí, aunque las instituciones que tienen que evitar que haya personas durmiendo de manera inhumana actúen con indiferencia, cuando no con un manifiesto desprecio hacia tanta desdicha.

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Pobreza que duele

Decía Italo Calvino que las ciudades son un conjunto de muchas cosas, de memorias, deseos, signos de un lenguaje, lugares de intercambio que no son solo bienes o mercancías, sino también palabras, ilusiones y recuerdos. Pero las ciudades también acogen personas y objetos que convertimos en invisibles por la fuerza de nuestra indiferencia. Un ejemplo lo constituyen las personas que duermen en nuestras calles, en parques y jardines, en los zaguanes de comercios o dentro de los cajeros automáticos, lo que representa una gigantesca paradoja: quienes carecen hasta de un techo donde guarecerse duermen dentro de las entidades financieras que acumulan gigantescos recursos, a los pies de las máquinas automáticas expendedoras de dinero. Todo un sarcasmo.

Llegar a invisibilizar a todas esas personas que deambulan por las calles, arrastrando bolsas y carros con sus pertenencias, representa un ejercicio de impostura moral considerable. Es como cuando nos acostumbrarnos a no mirar la luz del Sol que está en el cielo cada mañana para no dañarnos por la intensidad de sus destellos. De la misma forma, preferimos no dirigir nuestra mirada hacia los sintecho, mendigos y transeúntes con los que nos cruzamos para no tener que asumir el gigantesco dolor y sufrimiento que cada una de estas personas encarnan, para no comprender el enorme fracaso social que supone que vivan en la calle ante la pasividad de instituciones y responsables públicos.

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Sinhogarismo

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Uno de los exponentes más visibles y desalentadores de la exclusión social lo constituyen las personas que, careciendo de hogar y alojamiento, viven en nuestras calles, de manera temporal, permanente o de forma itinerante. Es lo que se denomina como “sinhogarismo”, un neologismo que está empezando a generalizarse para definir la situación de aquellas personas que no pueden acceder o conservar un alojamiento adecuado a sus circunstancias personales de forma duradera, capaz de proporcionar una convivencia estable, debido a razones económicas, barreras sociales o bien porque presentan dificultades para tener una vida autónoma. Este concepto presenta algunas ventajas respecto a otros, como transeúnte, sintecho, indigente o mendigo, ya que es mucho más preciso en la definición, eliminando valoraciones estigmatizadoras que no ayudan a comprender e intervenir sobre la problemática.

No estamos, ni mucho menos, ante un fenómeno nuevo, si bien nuestras ciudades registran un aumento de personas que duermen y viven en las calles en los últimos años, debido a los dañinos efectos generados por las políticas de ajuste aplicadas durante la última gran crisis, particularmente en países del Sur de Europa, junto al aumento y la extensión de fenómenos novedosos de vulnerabilidad social. De esta forma, la situación de quienes viven en nuestras calles de manera habitual ha desbordado los perfiles tradicionales de personas en situaciones de marginación, extendiéndose a otras muchas que han perdido sus viviendas por desahucios, a mayores de 45 años que han sido despedidos y no encuentran empleo, a inmigrantes que no pueden renovar sus permisos o regularizarse, así como a otras personas que por diferentes causas pierden sus redes familiares, por señalar las más destacables. Así, cuantas más personas duermen en nuestras calles, más fallos y deficiencias presenta nuestra sociedad por haber llevado a estas personas a situaciones extremas, sin ofrecerles posibilidades para que puedan vivir con un mínimo de dignidad. Seguramente por ello, muchos ayuntamientos prefieren mirar para otro lado, sin reconocer el fracaso que supone que dentro de los cajeros de muchos bancos o en sus parques y jardines haya personas malviviendo en estas condiciones, como si formaran parte del mobiliario urbano.
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Durmiendo entre cartones

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Hace poco que la luz de la mañana ha estrenado el día, y aunque el relente del amanecer llega hasta los huesos, no es eso lo que le ha sobresaltado en su improvisada cama de mantas, cartones y bolsas, sino escuchar su nombre. Tiempo atrás, cuando las cosas le empezaron a ir mal y acabó en la calle, decidió dejar de utilizar su nombre, Pedro, como si así pudiera borrar su antigua vida para pasar a llamarse “barbas”, un apelativo mucho más acorde con su nueva apariencia física ya que en contadas ocasiones podía asearse y afeitarse, por lo que su larga barba canosa le distinguía del resto de compañeros de la calle. Por ello, escuchar esa mañana con voz firme el nombre de Pedro le hizo recordar que tenía un nombre, una vida y hasta un pasado feliz, con mujer, trabajo e hijos, a los que la perra vida apartó de su lado.

Pedro, es decir “el barbas”, era una persona normal, hasta rutinaria. Entró bien pronto a trabajar en una carpintería en Madrid donde aprendió el oficio, convirtiéndose enseguida en un buen especialista. La seguridad de tener un trabajo estable con un buen sueldo llevó a Pedro a casarse con Puri, su novia de siempre, y pronto llegaron dos hijas con apenas dos años de diferencia. La casa, el coche, las vacaciones en Torrevieja y los partidos en el Calderón los domingos formaban parte de una vida que parecía estable, hasta que todo empezó a torcerse. Primero fue el golpe de una viga de madera en el taller que le rompió la mano, teniendo que coger por primera vez en su vida una baja laboral de varios meses, regresando al trabajo con fuertes dolores en la mano que nunca le han desaparecido, junto a dificultades para desarrollar la pericia que tenía. De manera que su jefe estaba cada vez más contrariado al no poderle encargar las mismas tareas que antes, y en cuanto llegó la crisis y los pedidos descendieron en picado, la empresa se deshizo de él por cuatro perras, aprovechando una de las dolorosas reformas laborales aprobadas. A su edad y en medio de una crisis devastadora que había llenado las plazas de su barrio de gente parada, Pedro comenzó a beber para poder soportar los días vacíos, pero su afición a la bebida pronto rompió su matrimonio, empezando a deambular por las calles, los comedores sociales y los albergues. Hace meses que unos compañeros le dijeron que en Alicante el tiempo es más generoso y la presencia de turistas durante todo el año aumenta las posibilidades de conseguir algunas monedas, por lo que ahora “el barbas” es uno de los transeúntes que deambulan y duermen en las calles de nuestra ciudad.

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