
Es cierto que estamos ante unas navidades atípicas, en las que todo cambia por días y nuestros cimientos parecen moverse como si estuvieran agitados por un terremoto. Pero a pesar de ello, hay elementos, emociones y valores que no cambian, formando parte del paisaje con el que envolvemos estas fiestas tan hogareñas, tan dadas a los buenos sentimientos y a las hermosas palabras.
Por eso, resulta llamativo que por estas fechas de frío y aislamiento, nos hayamos olvidado de los que duermen en las calles, de todas esas sombras envueltas en mantas y ropajes, recostados sobre cartones que encontramos en nuestras ciudades. Por el día acomodados como pueden en los bancos de plazas y parques, y por la noche buscando el refugio a la entrada de otros bancos, junto a los cajeros automáticos que escupen un dinero que ellos nunca tendrán.
Con los transeúntes que pueblan nuestras calles ocurre un fenómeno sorprendente. Aunque son personas que no pasan desapercibidas, con rostros llamativos curtidos por el sufrimiento, envueltos en ropajes muy precarios y con frecuencia en mal estado, rodeados siempre de enseres que dibujan el mapa del dolor en el que viven, intentamos no mirarlos a la cara para tratar de evitar tomar conciencia de su dolorosa existencia. Hasta el punto de que, a base de ignorarles, se han convertido en parte del paisaje urbano, un elemento más, desvencijado, eso sí, pero que ya pertenece a nuestras calles, como esos bancos rotos, esos baches o esas papeleras destrozadas, que con el tiempo ni consiguen atraer nuestra atención.
Pero tanta indiferencia como mostramos hacia quienes se han despeñado por el agujero de la vida para acabar durmiendo a la intemperie como pueden, no impide que sigan estando ahí, aunque las instituciones que tienen que evitar que haya personas durmiendo de manera inhumana actúen con indiferencia, cuando no con un manifiesto desprecio hacia tanta desdicha.
Los humanos somos un mar de contradicciones, capaces de llevar a cabo las acciones más hermosas y grandiosas, pero también de mostrar una enorme indiferencia hacia los perdedores de nuestra sociedad, los más pobres y desafortunados. Y mientras nuestros alcaldes dicen impulsar las ciudades, habilitando albergues para perros, financiando programas para alimentar a las colonias de gatos, pregonando a los cuatro vientos que van a cumplir con los objetivos de una Agenda 2030 que ni siquiera conocen, mantienen en sus calles a personas que duermen al raso, bajo los cartones que han encontrado en la basura, rodeados de bolsas y carros en los que guardan los enseres de su desventurada vida. ¿Puede un alcalde afirmar que va a cumplir con la Agenda 2030 de las Naciones Unidas cuando mantienen en las calles de su ciudad a decenas de personas durmiendo cada noche entre cartones, al raso, en los zaguanes de los edificios o dentro de cajeros automáticos? Me temo que esta manoseada Agenda no permite tanta indiferencia, ni siquiera contempla esas ordenanzas y normativas municipales que tratan de criminalizar la pobreza en sus múltiples formas, como tanto gusta a la derecha caníbal.
Hubo un tiempo en el que los poderosos trataban de mostrar públicamente su compasión hacia los desventurados, aunque solo fuera en fechas muy determinadas, como parte de su piadosa vida acomodada. El cine y la literatura están repletos de magníficas obras que retratan, a veces con delicioso sarcasmo, esa impostura de mostrar la caridad hacia los pobres como camino de santidad y fórmula para limpiar conciencias y otras muchas cosas. Pero ahora, todos esos defensores de la patria y el orden, valedores de Dios y la religión, protectores de tanto empresariado defraudador de impuestos, rechazan cualquier atisbo de compasión hacia los pobres, exigiendo palos y mano dura en forma de multas, sanciones, expulsiones, condenas y ordenanzas municipales. No les basta con despreciarlos, con mantenerlos en las calles doblando cartones o arrastrando bolsas y carros, sino que tienen que darles una lección por no ser como ellos y haber convertido su vida en una tragedia, llegando incluso a tirarles sus escasas pertenencias a la basura, como ha sucedido en Alicante.
Llevo años dedicando mucho tiempo a conocer a fondo las causas de la pobreza, estudiando, leyendo, investigando, analizando estadísticas, gráficas y estudios de prestigiosas instituciones, pero también viajando y conociendo de cerca la forma en que esta pobreza se manifiesta. Sin embargo, cuando me acerco a uno de esos muchos pobres recostados sobre cartones, sentados en los bancos o refugiados en los zaguanes de algunas entradas y miro sus caras, me doy cuenta de que no hemos aprendido a mirar de frente a sus vidas, a asumir el significado de sus tragedias personales.
Esa es la razón por la que tratamos de ignorarles o de quitárnoslos de en medio, porque en cada uno de ellos vemos el filo del precipicio al que una persona, cualquiera de nosotros, puede caer por azares del destino o como fruto de tropiezos, fracasos y desdichas. Y en la caída podemos encontrar, si tenemos suerte, ramas a las que agarrarnos, en forma de familia, amigos, apoyo, profesionales o instituciones. Pero otros muchos solo encuentran en ese derrumbe personal su dignidad para seguir adelante, una dignidad que a veces les negamos, como si por vivir y dormir al raso se les pudiera despojar de lo único que les queda.