Dormir al raso

Es cierto que estamos ante unas navidades atípicas, en las que todo cambia por días y nuestros cimientos parecen moverse como si estuvieran agitados por un terremoto. Pero a pesar de ello, hay elementos, emociones y valores que no cambian, formando parte del paisaje con el que envolvemos estas fiestas tan hogareñas, tan dadas a los buenos sentimientos y a las hermosas palabras.

                    Por eso, resulta llamativo que por estas fechas de frío y aislamiento, nos hayamos olvidado de los que duermen en las calles, de todas esas sombras envueltas en mantas y ropajes, recostados sobre cartones que encontramos en nuestras ciudades. Por el día acomodados como pueden en los bancos de plazas y parques, y por la noche buscando el refugio a la entrada de otros bancos, junto a los cajeros automáticos que escupen un dinero que ellos nunca tendrán.

Con los transeúntes que pueblan nuestras calles ocurre un fenómeno sorprendente. Aunque son personas que no pasan desapercibidas, con rostros llamativos curtidos por el sufrimiento, envueltos en ropajes muy precarios y con frecuencia en mal estado, rodeados siempre de enseres que dibujan el mapa del dolor en el que viven, intentamos no mirarlos a la cara para tratar de evitar tomar conciencia de su dolorosa existencia. Hasta el punto de que, a base de ignorarles, se han convertido en parte del paisaje urbano, un elemento más, desvencijado, eso sí, pero que ya pertenece a nuestras calles, como esos bancos rotos, esos baches o esas papeleras destrozadas, que con el tiempo ni consiguen atraer nuestra atención.

Pero tanta indiferencia como mostramos hacia quienes se han despeñado por el agujero de la vida para acabar durmiendo a la intemperie como pueden, no impide que sigan estando ahí, aunque las instituciones que tienen que evitar que haya personas durmiendo de manera inhumana actúen con indiferencia, cuando no con un manifiesto desprecio hacia tanta desdicha.

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Durmiendo entre cartones

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Hace poco que la luz de la mañana ha estrenado el día, y aunque el relente del amanecer llega hasta los huesos, no es eso lo que le ha sobresaltado en su improvisada cama de mantas, cartones y bolsas, sino escuchar su nombre. Tiempo atrás, cuando las cosas le empezaron a ir mal y acabó en la calle, decidió dejar de utilizar su nombre, Pedro, como si así pudiera borrar su antigua vida para pasar a llamarse “barbas”, un apelativo mucho más acorde con su nueva apariencia física ya que en contadas ocasiones podía asearse y afeitarse, por lo que su larga barba canosa le distinguía del resto de compañeros de la calle. Por ello, escuchar esa mañana con voz firme el nombre de Pedro le hizo recordar que tenía un nombre, una vida y hasta un pasado feliz, con mujer, trabajo e hijos, a los que la perra vida apartó de su lado.

Pedro, es decir “el barbas”, era una persona normal, hasta rutinaria. Entró bien pronto a trabajar en una carpintería en Madrid donde aprendió el oficio, convirtiéndose enseguida en un buen especialista. La seguridad de tener un trabajo estable con un buen sueldo llevó a Pedro a casarse con Puri, su novia de siempre, y pronto llegaron dos hijas con apenas dos años de diferencia. La casa, el coche, las vacaciones en Torrevieja y los partidos en el Calderón los domingos formaban parte de una vida que parecía estable, hasta que todo empezó a torcerse. Primero fue el golpe de una viga de madera en el taller que le rompió la mano, teniendo que coger por primera vez en su vida una baja laboral de varios meses, regresando al trabajo con fuertes dolores en la mano que nunca le han desaparecido, junto a dificultades para desarrollar la pericia que tenía. De manera que su jefe estaba cada vez más contrariado al no poderle encargar las mismas tareas que antes, y en cuanto llegó la crisis y los pedidos descendieron en picado, la empresa se deshizo de él por cuatro perras, aprovechando una de las dolorosas reformas laborales aprobadas. A su edad y en medio de una crisis devastadora que había llenado las plazas de su barrio de gente parada, Pedro comenzó a beber para poder soportar los días vacíos, pero su afición a la bebida pronto rompió su matrimonio, empezando a deambular por las calles, los comedores sociales y los albergues. Hace meses que unos compañeros le dijeron que en Alicante el tiempo es más generoso y la presencia de turistas durante todo el año aumenta las posibilidades de conseguir algunas monedas, por lo que ahora “el barbas” es uno de los transeúntes que deambulan y duermen en las calles de nuestra ciudad.

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