
Más allá de ser el espacio físico o imaginario que separa a los estados, las fronteras se han convertido en el lugar que refleja las contradicciones morales y políticas que todos los países tienen en sus políticas migratorias. Por encima de cualquier otra diferencia, todos los países, en mayor o menor medida, tienen en sus fronteras un espacio refractario, opaco a los derechos humanos, impermeable a cualquier consideración ética donde se acumulan barbaridades contra los otros, contra esos a los que llamamos inmigrantes, siempre pobres, generalmente desdichados, con frecuencia desvalidos.
Lo vivido en la frontera entre Melilla y Nador estos pasados días es uno más de esos episodios inhumanos que se justifican en nombre del control de fronteras, aunque costara la vida de una treintena de muchachos jóvenes africanos, junto a esas decenas de heridos amontonados en un solar a los que los gendarmes marroquíes se aproximaban solo para pegar, aunque algunos de ellos mostraran signos evidentes de estar agonizando. Un escalofrío moral más al que que ya estamos acostumbrados, protagonizado en este caso por ese país vecino y “nuevo amigo” que es Marruecos, al que todo consentimos. “Operación bien resuelta”, afirmó nuestro presidente del Gobierno, añadiendo más sal a la herida, más crueldad a la inhumanidad. Pero es lo que desde hace años vienen haciendo otros muchos gobiernos, en España y en diferentes países del mundo. Contra eso que se denomina inmigración irregular todo vale, siempre que los inmigrantes contra los que se actúe sean pobres, claro.
Pero en los mismos días en que sucedió esta barbarie, se encontraron otros 53 inmigrantes fallecidos en otra de esas fronteras de muerte que abrazan a los países ricos, en este caso dentro de un tráiler abandonado a las afueras de San Antonio (Texas, Estados Unidos). También aparecía otro inmigrante más ahogado al tratar de cruzar a nado el río Bidasoa hacia Francia desde Gipuzkoa, al tiempo que junto a las costas de Mauritania aparecía un cayuco con los cuerpos de una veintena de jóvenes muertos que pretendían llegar hasta las islas Canarias. Y en esos mismos días se encontraron los cuerpos ahogados de una treintena de personas en una playa de Libia, al parecer, como consecuencia de un naufragio de su patera en el Mediterráneo al tratar de alcanzar las costas de Italia. Todo ello en los mismos días en que se produjo la matanza de Nador.
Son muchas las tragedias sobre las que poner el foco, demasiadas, hasta el punto de haber perdido la cuenta de tantas vidas sacrificadas en nombre de ese sacrosanto principio del “control de fronteras”. Resulta llamativo que para todos esos “provida” que dicen anteponer la vida humana como un valor sagrado y fundamental, nunca se acuerden de mirar a su alrededor para ver tantas vidas perdidas en muchachos jóvenes, madres y niños. Pero ya sabemos que son pobres y de países desfavorecidos, para quienes la vida no cuenta.
El tributo consentido de vidas humanas por inmigrantes que quieren acceder a los países occidentales es de tal naturaleza que Naciones Unidas, a través de la Organización Internacional de las Migraciones (IOM), han puesto en marcha el proyecto “Missing Migrants” (Migrantes Desaparecidos), que mediante técnicas de registro avanzadas se dedica a contabilizar los migrantes que mueren en todo el mundo tratando de llegar a otro país, por regiones y en todas las fronteras. Es como certificar una inmensa impostura mundial, en un listado de muertos que suma, cada día, a más y más víctimas.
Siempre se puso el Muro de Berlín como ejemplo de crueldad sin límites a lo largo de los veintiséis años en que se mantuvo en pie, con las 140 personas muertas al tratar de franquearlo. Sin embargo, desconocemos que en los ocho años en que lleva en marcha el programa Migrantes Desaparecidos por las Naciones Unidas, se han contabilizado hasta la fecha 49.235 personas muertas en todo el mundo al tratar de alcanzar las fronteras de los países occidentales, de los cuales 24.234 fallecieron en el Mediterráneo, la mayor fosa común del mundo. A los que hay que sumar un número indeterminado de fallecidos que nunca van a ser contabilizados porque desaparecen ahogados o en lugares inhóspitos.
Y como las políticas migratorias se han convertido en espacio sin principios éticos, ahí tenemos al Partido Popular, exigiendo investigaciones y comparecencias por las muertes en la frontera de Melilla, cuando todavía se mantiene abierta la matanza que en 2014 se produjo bajo mandato de este partido en El Tarajal (Ceuta), cuando agentes de la guardia civil dispararon pelotas de goma y botes de humo contra un grupo de inmigrantes que trataban de entrar a nado en España, muriendo ahogados quince de ellos. El mismo Partido Popular que ha protagonizado las mayores barbaridades en materia migratoria se rasga las vestiduras por lo mismo que viene haciendo desde hace años.
De lo que no hay duda es de que las migraciones ambientales empujadas por los devastadores efectos del cambio climático, junto a la escasez en el suministro de alimentos y su encarecimiento como consecuencia de la guerra en Ucrania, va a llevar a aumentar la presión sobre nuestras fronteras en los próximos años. Y ante este hecho incuestionable, Europa debe avanzar en nuevas estrategias para gestionarlas y establecer relaciones mucho más respetuosas con los países emisores de inmigrantes, pero también ante los graves problemas sistémicos que tiene la humanidad.