Se cumplen tres años del devastador terremoto que sacudió Haití el 12 de enero de 2010, pudiendo afirmarse que éste ha desaparecido de las agendas de los medios, gobiernos y agencias de desarrollo, hasta el punto que tras la conferencia de donantes de Nueva York del 31 de marzo de 2010 y las promesas que allí se anunciaron, la población afectada sigue viviendo en condiciones dramáticas, siendo muy escasos los compromisos de ayuda y reconstrucción que se han hecho realidad. Ante la retórica habitual exenta de propuestas prácticas y compromisos concretos, parece oportuno reflexionar sobre algunas de las claves estructurales de esta catástrofe desde una visión amplia, para tratar de comprender mejor estas y otras catástrofes humanitarias.
Catástrofes de clase
Tragedias como la de Haití no son nuevas. Nos hemos acostumbrado a éxodos, hambrunas, terremotos, inundaciones, tsunamis y todo tipo de catástrofes, si bien en los últimos años, su repetición y especialmente sus dramáticas consecuencias sobre millones de personas y países en permanente estado de calamidad, permiten que veamos con claridad cristalina cómo su impacto es mayor cuanto más pobre y miserable es el país que lo sufre. Es un matemático axioma que funciona con una precisión aritmética a la hora de llevarse por delante vidas y países, pero cuya aplicación no tiene nada de caprichoso, sino que es el fruto de procesos humanos deliberados y conocidos que en combinación con determinados fenómenos naturales adquieren dimensiones gigantescas. Este conjunto de fenómenos provienen de decisiones humanas que generan lo que podríamos denominar como catástrofes de clase.
Efectivamente, sabemos sobradamente que cada catástrofe es un excelente indicador de la situación social y política de cada país, de su grado de desarrollo, pero especialmente, de las condiciones de vida de los más desposeídos, es decir, de la condición estamental y de clase del país y de sus habitantes. Ya sean ciclones o terremotos, huracanes o inundaciones, hambrunas o sequías, los pobres tienen un raro privilegio, probablemente uno de los pocos de sus desdichadas existencias: ser víctimas predilectas de estas catástrofes, protagonistas privilegiados de cada siniestro a los que añaden damnificados contabilizados en cientos de miles de personas.
Y, aunque puedan ser naturales los orígenes de muchas catástrofes, no lo son en absoluto sus efectos, sino que tienen una responsabilidad claramente humana: la de mantener en países y ciudades a buena parte de la población viviendo en condiciones infames, sobre laderas de montañas frágiles, bajo casas levantadas con desechos que se transforman en tumbas cuando la naturaleza decide reivindicar su propio ser, entre basuras, o en medio de zonas pantanosas e inundables.
Las bases estructurales previas a la catástrofe
Podríamos pensar que el comportamiento sísmico de la placa tectónica del Caribe y la falla de desgarre que están en el origen de los movimientos sísmicos de la región, nada tienen que ver con las decisiones que han venido adoptando instituciones económicas multilaterales, Gobiernos y multinacionales sobre Haití, si bien estamos ante energías que se suman en su devastador poder de destrucción, multiplicando así su fuerza catastrófica. Haití ha sido uno de los pocos países del mundo que ha tenido 42 presidentes de los cuales, 29 han sido asesinados y únicamente dos han sido elegidos democráticamente. La pobreza más brutal en la que se ha encontrado el país ha sido herencia directa, quizá, de uno de los sistemas más brutales de explotación colonial en la historia mundial, agravado por décadas de opresión postcolonial.
Así, en los años noventa, durante el Gobierno de Jean-Bertrand Aristide, Estados Unidos y las instituciones de Bretton Woods desplegaron un conjunto de políticas que fueron limitando la capacidad de decisión de un país depauperado y empobrecido tras años de dictadura, violencia y asesinatos. La presencia del FMI y del BM se mantuvo activa en las últimas décadas, obligando a sus líderes a tomar decisiones macroeconómicas que fueron empobreciendo cada vez más el país y haciéndole dependiente hasta en su alimentación, llevando al país a recurrir a las importaciones de arroz de Arkansas, mientras los agricultores abandonaban sus cultivos y se dirigieron a la atestada y pobre capital, Puerto Príncipe, ocupando sus arrabales en chabolas e infraviviendas insalubres. Muchos de ellos se han convertido años después en víctimas del terremoto de enero de 2010, aunque no debemos olvidar que ya eran víctimas de la desnutrición, la violencia, la insalubridad, las enfermedades y el abandono extremo.
Un ritual cíclico
Y con cada catástrofe, nos hemos acostumbrado a un ritual cíclico dotado de su propio código de imágenes y símbolos que está acabando por desvirtuarse hasta extremos difíciles de comprender, siendo utilizado con altas dosis de oportunismo político y como un elemento más de consumo de masas para el flamante mercado de la solidaridad, mimetizado y repetitivo. Así, tras las primeras imágenes e informaciones sobre la catástrofe en los medios de comunicación vienen las primeras ofertas de ayuda, para lo cual se fletan aviones con material de emergencia acompañados por personal humanitario y enviados especiales que van a darnos cuenta de la catástrofe sobre el terreno. Al tiempo, se suceden las promesas de ayuda y las visitas fugaces de dirigentes políticos que realizan compromisos sin límite y quieren llevar en persona nuestras muestras de solidaridad y apoyo, comprometiéndose a no olvidar el país de cara a su reconstrucción. Posteriormente, y a medida que se reciben informaciones sobre la magnitud del drama y su coste en víctimas humanas, se realizan peticiones para recoger dinero por parte de las ONG, pasando a informar mediante anuncios y cuñas publicitarias de sus cuentas corrientes, poniéndose en marcha espectáculos solidarios de todo pelaje con la noble finalidad de recoger dinero para una futura reconstrucción, sin saber bien de qué ni en qué plazos. La comunidad internacional anuncia planes de reconstrucción y conferencias de donantes que difunden cantidades millonarias de ayuda para los próximos años, aunque con el paso del tiempo esas cantidades no llegan. Todo ello se acompaña de informaciones que van diluyéndose con el tiempo a medida que pierde interés la explotación mediática del drama humano y de sus imágenes icónicas, hasta que las informaciones sobre la catástrofe acaban por desaparecer por completo de los medios de comunicación. Posiblemente otra nueva tragedia sustituya a la anterior y alimente de nuevo el bucle, o simplemente todo se mantenga latente a la espera de desplegar el ritual, si cabe con mayor énfasis.
La construcción de un capitalismo piadoso
Posiblemente todo ello fuera necesario para abundar en una construcción intelectual basada en la idea de un capitalismo piadoso en sus respuestas así como en la manera de intervenir y aprovechar la ayuda humanitaria ante una catástrofe como el terremoto de Haití. La misma comunidad internacional que ha sido de forma efectiva quien ha gobernado Haití desde el golpe de 2004, es quien ahora se ha lanzado a enviar ayuda humanitaria, aunque se negara a ampliar el mandato de la misión de la ONU en el país, más allá de su objetivo militar inmediato, tratando de mejorar la salubridad, la habitabilidad, la gobernanza o la satisfacción de servicios básicos para la población.
Las imágenes que vemos habitualmente en los medios de comunicación cada vez que se produce una calamidad como la que se dio en Haití, debe llevarnos a pensar que, por encima de la necesaria solidaridad que estas catástrofes desatan, hay que poner en marcha mecanismos políticos supranacionales que obliguen a estos países a salvaguardar y proteger a su población para evitar que la generosa ayuda humanitaria se convierta en una simple caricatura de tanta desidia política durante décadas.
No podemos renunciar a nuestro legítimo derecho a indignarnos ante las catástrofes que se suceden y mucho menos, dejar de mostrar lo mejor de cada uno de nosotros, haciendo llegar nuestros sentimientos y nuestro apoyo a tantas personas que sufren y lo necesitan; pero es ilusorio pensar que tanto desastre y tanta calamidad pueden solucionarse solo con la compasión de las ONG y la solidaridad de cada uno de nosotros, ante la ineficiencia de gobiernos y la voracidad de un sistema económico y político mundial en el que los pobres siempre son los perdedores.
© Carlos Gómez Gil
Me parece un acierto tus palabras, y la manera de analizar la cuestión de la ayuda humanitaria dentro del sistema de capitalismo sin reglas, devorador de vidas y de sueños, en el que vivimos. Artículos como el tuyo necesitan difusión para despertar nuestro espíritu crítico ante la avalancha de noticias que son flor de un dia y que luego se olvidan en la urgencia devoradora de otras novedades.
Gracias, sinceras, por tus palabras y elogios.
Comparto plenamente tu comentario y tus deseos.
Un beso!