
Tras la Segunda Guerra Mundial, el proyecto europeo ha sido clave para la paz, estabilidad y prosperidad en Europa, hasta el punto de que la incorporación por la que tantos países han peleado representaba el paso a la madurez democrática y un avance en su bienestar. Pero a medida que el número de países miembros de la UE ha ido aumentando y la complejidad de los desafíos internacionales se ha multiplicado, la erosión del acuerdo geopolítico más importante y sofisticado en el mundo se ha hecho cada vez más evidente, avanzando como una lenta y pesada maquinaria en decadencia que es incapaz de alcanzar y dar respuesta al cúmulo de retos que tiene a su alrededor, cada vez más complejos.
Naturalmente que las próximas elecciones al Parlamento Europeo del 9-J van a ser clave en la manera en que se van a abordar algunos de estos problemas trascendentales, y no son pocos. Cuestiones como la emergencia climática y el paso hacia las energías verdes, el avance de la economía digital y la inteligencia artificial, la estabilidad económica y el cambio de paradigmas productivos, la respuesta a las migraciones forzosas y a los refugiados, la solución a la guerra en Ucrania y la relación con Rusia, la adopción de una política exterior y de defensa común fuera del vasallaje a los Estados Unidos, la relación con China y las potencias emergentes, la degradación medioambiental y la protección del patrimonio natural, la solución a la guerra en Palestina y el diálogo con los países de Oriente Medio, la consolidación de las conquistas sociales y la reducción de las crecientes desigualdades, el avance hacia fiscalidades más justas con la eliminación de “dumping” fiscales, hacer frente a la crisis de vivienda y a los problemas de la turistificación descontrolada y la garantía de derechos y libertades de ciudadanía son algunos de los muchos dilemas que la UE tiene entre manos y cuya respuesta marcará el futuro de países y ciudadanos.
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