
Es difícil seguir el hilo conductor de lo que está sucediendo en Estados Unidos desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en su segundo mandato. Se cuentan por centenares los decretos y órdenes presidenciales firmados desde el despacho oval y en otros lugares tan extravagantes como el Air Force One, siempre bajo la atención de los medios y decenas de comunicadores que los difunden de inmediato por las redes sociales. Seguramente ese es uno de los objetivos fundamentales de este espectáculo, acaparar la atención mundial, como cuando el matón del colegio amenaza en el recreo y en voz alta a sus víctimas, para que todos sepan lo fuerte que es y le tengan miedo.
De lo que no hay duda es que desde el minuto cero, el nuevo presidente ha colocado la guerra arancelaria como una de las armas preferidas de su provocadora política exterior hacia vecinos, rivales, aliados y socios. No en vano, en ese torbellino de disparates que fue su discurso de toma de posesión, declaró de manera precisa: “Comenzaré inmediatamente la revisión de nuestro sistema comercial para proteger a los trabajadores y las familias estadounidenses. En lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, habrá aranceles y gravámenes para los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”.
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