Defender a unas Naciones Unidas maltrechas

En un momento tan solemne como la apertura anual del octogésimo período de sesiones de Naciones Unidas, las improvisadas bravuconadas de barra de bar pronunciadas por Donald Trump fueron mucho más allá de las fanfarronadas y provocaciones a las que nos tiene acostumbrados con hartazgo. En sus ochenta años de vida, nunca un dirigente mundial se atrevió a lanzar desde la tribuna del salón más noble del edificio de la Asamblea General tal cantidad de mentiras, disparates, majaderías y descalificaciones sobre el conjunto de los países asistentes y, en particular, sobre la propia institución que le acogía.

Reivindicar recibir un Premio Nobel, cuya concesión es ajeno por completo a las Naciones Unidas, presumir de matar a tripulantes de barcos con el ejército bajo sus órdenes en alta mar, afirmar que los aerogeneradores son malos porque se oxidan, decir que el cambio climático supone la mayor estafa del mundo, difamar al alcalde de Londres por ser musulmán, señalar como estúpidos a los países que acogen inmigrantes, jactarse de ser muy listo y un gobernante excepcional y reprochar, entre otros muchos desvaríos, a las mismas Naciones Unidas que no eligieran su presupuesto de reforma por valor de 500 millones de dólares cuando era promotor inmobiliario, y otras muchas majaderías suponen un delirio tan disparatado como indigno, que siendo benévolos solo se explicaría desde una profunda enajenación mental repleta de maldad.

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Mucho más que cifras en Gaza

Se cumplen dos años del inicio de la barbarie que arrasa Gaza y extermina a la población palestina por parte del Estado de Israel. Un territorio que fue encrucijada de culturas y convivencia de confesiones, sostenido por el comercio y la agricultura, quedó reducido en 1948 a una franja con una de las mayores densidades de población del planeta, sometida a un bloqueo total impuesto por Israel. Gaza era uno de los lugares con las peores condiciones de vida y ahora está siendo reducida, en tiempo real y ante los ojos del mundo, a un paisaje de escombros, sangre y horror.

No caben metáforas ante esta atrocidad contemporánea. El nivel de destrucción en Gaza supera al sufrido por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, estimándose que hasta un 30% de la población gazatí habría sido eliminada. La devastación causada por el ejército israelí es de tal magnitud que, en muchos casos, resulta imposible recuperar los cuerpos, pulverizados o atrapados bajo los escombros, calculándose en más de 150.000 los cadáveres que permanecen aún sepultados. A ello se suma la destrucción sistemática de hospitales, almacenes de alimentos, escuelas y depósitos de agua, que, junto con la hambruna y la privación, condenan a los supervivientes a condiciones de vida extremas y a un futuro fatídico.

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¿Qué hacemos por las generaciones futuras?

Sometidos al griterío y la degradación a la que se ha llevado a la política y a un buen número de instituciones en los últimos años, en coincidencia con el avance del autoritarismo reaccionario, olvidamos con frecuencia la importancia de pensar, planificar y trabajar sobre aspectos cruciales del futuro. Es así como nuestra responsabilidad sobre las próximas generaciones ha sido sustituida por un presente continuo inmerso en un barrizal que parece ensuciar todo lo que toca, impidiéndonos poner las luces largas para mirar por encima del insulto y la barbaridad cotidiana que nos roban tantas energías.

A duras penas conseguimos que la política no encalle día tras día, dejándonos sin fuerzas y a veces hasta sin aliento como para darnos cuenta de los procesos y experiencias apasionantes que están teniendo lugar en otros países, precisamente para tratar de anticipar un futuro tan complejo mediante cauces innovadores que implican de manera decisiva a la sociedad.

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