
En un momento tan solemne como la apertura anual del octogésimo período de sesiones de Naciones Unidas, las improvisadas bravuconadas de barra de bar pronunciadas por Donald Trump fueron mucho más allá de las fanfarronadas y provocaciones a las que nos tiene acostumbrados con hartazgo. En sus ochenta años de vida, nunca un dirigente mundial se atrevió a lanzar desde la tribuna del salón más noble del edificio de la Asamblea General tal cantidad de mentiras, disparates, majaderías y descalificaciones sobre el conjunto de los países asistentes y, en particular, sobre la propia institución que le acogía.
Reivindicar recibir un Premio Nobel, cuya concesión es ajeno por completo a las Naciones Unidas, presumir de matar a tripulantes de barcos con el ejército bajo sus órdenes en alta mar, afirmar que los aerogeneradores son malos porque se oxidan, decir que el cambio climático supone la mayor estafa del mundo, difamar al alcalde de Londres por ser musulmán, señalar como estúpidos a los países que acogen inmigrantes, jactarse de ser muy listo y un gobernante excepcional y reprochar, entre otros muchos desvaríos, a las mismas Naciones Unidas que no eligieran su presupuesto de reforma por valor de 500 millones de dólares cuando era promotor inmobiliario, y otras muchas majaderías suponen un delirio tan disparatado como indigno, que siendo benévolos solo se explicaría desde una profunda enajenación mental repleta de maldad.
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