A medida que las semanas de confinamiento en nuestros hogares se suceden y se prolonga el aislamiento social, comprobando que la epidemia ha alcanzado unas dimensiones gigantescas que ni nos atrevíamos a imaginar cuando todo comenzó, crece también el desasosiego. Nuestro estado de ánimo pasa por etapas muy distintas, que percibimos con la misma claridad con la que distinguimos el paso del día a la noche.
En tan solo unas pocas semanas, nuestras vidas se ha transformado de una manera tan radical que ni siquiera queremos pensar en ello porque resistir se ha convertido en nuestra preocupación diaria. Sabemos del enorme dolor que esta pandemia está causando en las personas contagiadas, en los familiares de los fallecidos y enfermos, en todo ese ejército de profesionales que en los hospitales lucha para salvar vidas como nunca antes se había visto. Y aunque la vida social y económica se ha reducido a la mínima expresión, como cuando se mantiene un cuerpo con sus constantes vitales esenciales, percibimos la entrega de muchos otros trabajadores que, en diferentes tareas, se dedican esforzadamente a hacer posible que nuestra vida continúe en nuestras casas, espacios de protección y confinamiento, de seguridad y encierro al mismo tiempo.