Tragedias como la que vive Ecuador no son nuevas. Con cierta rutina, nos hemos acostumbrado a terremotos e inundaciones, ciclones y tsunamis, hambrunas, huracanes y todo tipo de catástrofes, si bien en los últimos años su intensidad y especialmente sus dramáticas consecuencias sobre millones de personas y en decenas de países permiten que veamos con claridad cristalina cómo su impacto es mayor cuanto más pobre y miserable es el territorio que lo sufre. Éste es un matemático axioma que funciona con precisión geométrica a la hora de llevarse por delante la vida de personas y dañar regiones enteras, pero cuya aplicación no tiene nada de caprichoso, sino que es el fruto de procesos humanos deliberados cuyo resultado genera lo que podríamos llamar catástrofes de clase.
Efectivamente, cada catástrofe es un excelente indicador de la situación social y política de cada país, así como de su grado de desarrollo, pero particularmente de las condiciones de vida de los más desposeídos. Y ello coloca a los pobres ante un caprichoso privilegio, uno de los pocos que tendrán a lo largo de sus desdichadas existencias: el ser víctimas predilectas de estos siniestros, protagonistas privilegiados de cada catástrofe.