Meterse en charcos

Nunca dejan de sorprenderme todas esas personas que parecen disfrutar metiéndose en líos, generando polémicas y alimentando conflictos de toda naturaleza. Es verdad que forma parte de estos tiempos agitados de redes sociales fáciles, repletas de inmundicia, donde triunfa el exabrupto y la barbaridad de personajillos carentes de méritos y trayectoria, que buscan su fama a base del insulto fácil, del acoso sistemático y el disparate sin límite. Y a algunos no parece haberles ido tan mal jugar en esta siniestra liga, a juzgar por casos como el de Toni Cantó, una de las personas más tóxicas que tiene la política en estos momentos y que más ha trabajado por degradarla y devaluarla, tratando de vivir de ella a cualquier precio, aunque sea convirtiéndose en el nuevo “Pecas” de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

Precisamente por ello, me resulta incomprensible que haya importantes responsables políticos que estén jugando a la provocación, como seña de identidad de su liderazgo, practicando una política de tierra quemada que tiene muchos costes y muy pocas ganancias. Es verdad que hay fuerzas políticas que han hecho de la generación sistemática de conflictos de toda naturaleza el eje de su presencia pública, como sucede con Vox, algo que comparten los partidos de ultraderecha. No es el consenso, el diálogo o la razón la fuerza que les mueve sino precisamente lo contrario, generar brechas en la sociedad para agrietar la convivencia y alimentar así conflictos de toda naturaleza.

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Un evidente problema social y político

Cuando todavía no nos habíamos recuperado del auto del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, rechazando la querella de la Fiscalía contra la portavoz de Vox en la Asamblea regional, Rocío Monasterio, por la supuesta falsificación de un visado del Colegio de aparejadores al considerar que el documento fraudulento era tan “burdo” que podía ser fácilmente detectable, nuevamente otros tribunales madrileños han vuelto a generar una considerable polémica al avalar una controvertida valla publicitaria que el partido ultraderechista colocó en el metro durante las pasadas elecciones regionales contra los MENA (Menores Extranjeros no Acompañados). Parece como si Madrid fuera territorio de impunidad para las provocaciones y fechorías cometidas por los dirigentes de Vox, a juzgar por el contenido de las inquietantes sentencias que se vienen sucediendo allí. Bien es cierto que no son las primeras que han sembrado el desconcierto en amplios sectores sociales al avalar actuaciones racistas y xenófobas contrarias a la convivencia, apelando a la libertad de expresión, la misma que impide, por el contrario, meter en la cárcel a raperos y titiriteros, aplicando contra ellos las leyes con la máxima dureza.

Sin embargo, la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid rechazando el recurso que puso la Fiscalía en el que solicitaba, simplemente y a toro pasado, la retirada de una valla publicitaria que se quitó hace semanas, apelando a la existencia de un supuesto delito de odio contra menores extranjeros, junto a las lamentables consideraciones que los jueces hacen en su auto, tan inadecuadas como fuera de lugar, han causado tanta perplejidad como rechazo entre juristas y sectores muy diversos. Y no es para menos.

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Generosidad

Si con algo hemos cimentado nuestra convivencia democrática tras la muerte del dictador Francisco Franco, ha sido con toneladas de generosidad. Pocas sociedades en el mundo han dado tantas muestras de generosidad para avanzar en la búsqueda de su futuro, desde una Transición nada sencilla, tratando de construir y consolidar una democracia imperfecta en la que una y otra vez se nos pedía o imponía esa benevolencia.

Así se construyó una Transición en la que no se pidieron cuentas a los herederos del franquismo, sin que se depuraran responsabilidades sobre jueces, militares ni aparatos policiales que habían participado activamente como brazos ejecutores de una dictadura violenta, sangrienta y represiva. También se permitió que las oligarquías que se enriquecieron a la sombra del dictador mantuvieran sus imperios económicos hasta nuestros días, sin que nadie les haya pedido explicaciones. De la misma forma, consentimos que la Iglesia católica, uno de los brazos del nacionalcatolicismo, continuara predicando su añoranza por la dictadura de la que se benefició. Hasta llegamos a permitir que ministros del dictador, que apoyaron condenas de muerte y represiones muy duras que acabaron con personas muertas, se convirtieran en líderes democráticos y presidentes de empresas públicas, dejando que torturadores reconocidos hayan fallecido en su cama haciendo la vista gorda sobre las documentadas denuncias de muchas de sus víctimas, o que se hayan mantenido durante cerca de medio siglo los restos del dictador en un gigantesco mausoleo custodiado por monjes y financiado con nuestros recursos públicos. Por generosidad no será, desde luego.

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¿Una firmita?

Andan estos días en el PP soliviantados contra el anuncio de indultos a los presos del “procés” avanzado por el Gobierno central, tratando de caldear el ambiente de la mano de todas las fuerzas ultramontanas, con manifestación en la plaza de Colón incluida, lugar que ha sustituido a la plaza de Oriente en las reivindicaciones más patrias. Nuevamente se han desempolvado los insultos gruesos contra el presidente, Pedro Sánchez, pronunciados al unísono por ese magma nacionalcatólico, con amenazas sobre las graves catástrofes que se precipitarán sobre todos nosotros de consumarse lo que para Vox, el PP y Cs es “una gigantesca traición a la patria cometida por el mayor felón que ha presidido un gobierno en España”. Y se quedan tan panchos.

Son tantas las ocasiones en las que esta derecha asilvestrada ha pronosticado gigantescas hecatombes si se adoptaban decisiones políticas que rechazaban de manera colérica, como cuando se aprobó la ley de interrupción voluntaria del embarazo, el divorcio, educación para la ciudadanía, el matrimonio homosexual y hasta la subida del salario mínimo, que ya solo nos produce hilaridad tanto catastrofismo, viendo después cómo muchos de ellos usan de manera compulsiva esos mismos derechos reconocidos por leyes a las que de manera tan furibunda se oponían.

Y en esta ocasión, como ya nos tiene acostumbrados el Partido Popular, ha vuelto a plantear otra nueva y asombrosa recogida de firmas, lanzando a sus líderes provinciales y regionales a plantar mesas en calles y plazas para caldear así más el ambiente. Al igual que si se tratara de trofeos de caza, responsables y cargos públicos populares se fotografían ufanos ante las mesas de firma, como si con ello ya hubieran solucionado el desafío independentista catalán, cuyas llamas contribuyeron a alimentar también con otra irresponsable recogida de firmas que iba acompañada de un disparatado boicot al consumo de productos procedentes de esta comunidad.

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Balance de daños

Ya lo explicamos hace pocas semanas en este mismo Blog. Quien quiera comprender las razones de los resultados obtenidos en las pasadas elecciones madrileñas puede releer mi artículo publicado el lunes 5 de abril, titulado “Lluvia fina. En este análisis se avanzaban las razones por las que el PP madrileño, con la trayectoria que atravesaba, conseguiría un resultado que le permitiría gobernar, incluso con más escaños de los que cosechó en las anteriores elecciones. Lo que toca ahora es hacer el balance de daños que proyectan unos resultados que, en todos los partidos, a un lado y a otro, dejan damnificados.

La victoria del PP madrileño es la victoria personal de Isabel Díaz Ayuso con su neoliberalismo castizo trumpista, de la mano de un márketing vacío de política que satura el espacio comunicativo con su sistemática presencia. No hay día en que Ayuso no acapare informativos, televisiones, diarios y redes sociales con sus ocurrencias y provocaciones estudiadas, dejando claro que ella está ahí para todo, regalando los oídos a los madrileños con sus simplezas y sus desplantes, acentuando con ello el silencio de los demás.

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La construcción política del odio

La preocupación por el nivel de odio y la crispación alcanzado en nuestra sociedad es algo que me confirmaron diputados y diputadas con las que pude hablar ampliamente el pasado martes en el Congreso, cuando acudí a la comparecencia solicitada por la presidenta de la Cámara para intervenir sobre los trabajos de reforma de la Ley de Cooperación al Desarrollo. Desde diferentes grupos políticos me explicaron que estaban recibiendo indicaciones para aumentar su seguridad, en una escalada que les empezaba a recordar tiempos pasados. De hecho, una diputada vasca que vivió en primera persona la etapa del terrorismo de ETA, me contaba cómo después de tener que compartir con su familia y otros muchos compañeros años muy duros de amenazas, odios y provocaciones volvía de nuevo a revivir algunas de esas sensaciones que creía olvidadas.

La escuché con mucha atención, con un respeto reverencial cuando me relataba el sufrimiento de tantos años en los que su vida dependía de seguir a rajatabla las impresionantes medidas de seguridad que les imponían y que afectaban también a sus hijos, en un clima de violencia y odio irrespirable en el que se llegó a justificar verdaderas atrocidades, mientras una parte de la sociedad miraba para otro lado y desde otros sectores se jaleaba, amparaba o normalizaba este clima de terror. La diputada vasca me confesaba que a muchos compañeros que compartieron en Euskadi estos años de sangre y terror, de diferentes partidos, les alarmaba la escalada en la que había entrado la política en España, y razón no le faltaba.

A la sociedad vasca y a todo el país nos costó mucho aprender que nada justifica una violencia que acaba por pringarlo todo, como un espeso chapapote que mancha todo lo que toca y que es muy difícil de limpiar. Sé bien de lo que hablo porque durante aquellos dolorosos años trabajé en centros de investigación, con universidades e instituciones del País Vasco y he tenido un buen número de amigos amenazados de muerte. Por ello, cuesta asimilar que algunos de los que llevan años viviendo del rechazo y la condena a la violencia terrorista y su entorno, aún cuando ETA acabó en el año 2011, estén alimentando ahora una construcción política de odio, rechazo y violencia tan grave. Una espiral de odio alimentada por la extrema derecha y la derecha extrema, neofascistas, nostálgicos del franquismo, junto a una amalgama de cooperadores necesarios de lo más variopinto, que incluyen desde conspiranoicos y trolls profesionales, hasta algunos medios y periodistas madrileños que han hecho de la crispación su negocio.

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Lluvia fina

Lo bueno de las elecciones es que hasta que no se producen las votaciones y se contabilizan cada una de las papeletas no tenemos el paisaje final que nos ofrecen los resultados. Por tanto, cualquier estimación previa ante un proceso electoral es pura especulación, de la misma forma que los hechiceros buscan en las entrañas de los animales la explicación a muchos sucesos.

Ahora bien, lo que vamos a ver en las próximas elecciones anticipadas convocadas en la Comunidad de Madrid exigirá de un ejercicio de templanza que va mucho más allá de sociología electoral, para comprender cómo puede ser que el PP, liderado por una de las políticas con más limitaciones que se han visto, arrastrando una trayectoria penal y criminal en el PP madrileño que haría palidecer a los capos de la mafia siciliana, puede cosechar un resultado que le permita volver a gobernar, incluso con más escaños de los que cosechó en las últimas elecciones. Pero tratemos de pensar en voz alta sin dejar que las emociones nos perturben.

La llegada del PP al gobierno de la Comunidad de Madrid se hizo mediante prácticas corruptas gracias a los votos de unos tránsfugas que dieron nombre al “Tamayazo”, en el año 2003. Desde entonces, los populares han desarrollado una política que interviene sobre las parcelas más importantes de la vida de las personas, en aspectos esenciales como dónde viven, cómo dan respuesta a sus necesidades sanitarias, a qué colegios van sus hijos y qué educación reciben, qué trabajos desempeñan y a qué ocio acceden. Y en todo ello, el Partido Popular ha desplegado, sin oposición alguna, una política neoliberal impulsada por el dinamismo económico que ofrece la capitalidad, favoreciendo la creación de los PAU de la periferia y la corona suburbana hacia donde se han dirigido las nuevas clases medias aspiracionales que trabajan en el sector servicios, como autónomos o pequeños empresarios. Todos esos trabajadores endeudados de por vida se han creído la fábula de las ventajas de ser propietarios frente a las viviendas públicas de alquiler, generándose procesos de discriminación espacial muy potentes en todo el territorio madrileño, con una primacía del vehículo privado como medio y símbolo de esa nueva forma de vida.

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Madrid como problema

En los últimos tiempos, hay una sensación generalizada de hartazgo con Madrid que se extiende por todas las comunidades y regiones, siendo compartida por personas de muy distinta condición. Los dirigentes de la derecha madrileña se han empeñado en actuar al margen y de espaldas a eso que la misma derecha castiza denomina España, como unidad indisoluble en lo universal, pero que a la hora de la verdad han acabado por convertir en un circo al servicio de los caprichos de los líderes de la derecha madrileña.

Hace pocos años se decía un día tras otro que el problema de España eran Cataluña y el sistema autonómico. Incluso desde la derecha se proclamaba la necesidad de limitar al máximo el Estado de las autonomías y revertir al Gobierno central buena parte de sus competencias. Sin embargo, con la llegada de Isabel Díaz Ayuso a la Comunidad de Madrid, el PP ha encontrado un lugar desde el que hacer oposición sin miramientos al Gobierno de izquierdas presidido por Pedro Sánchez, impulsando una política ultraderechista feroz junto con Vox para reivindicar muchos de los postulados delirantes de Donald Trump a base de oponerse, rechazar, bloquear, exigir, boicotear, torpedear, impedir, obstaculizar y criticar todo aquello que se decide desde el Gobierno central y por el resto de las comunidades.

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Uno de 26 millones

Escribir desde el convencimiento de que eres uno de los 26 millones de hijos de puta a los que, según altos militares retirados, hay que fusilar, no es muy estimulante. Pero también es cierto que solo soy uno más de todos esos millones de ciudadanos de este país a los que estos mandos del Ejército jubilados sueñan con quitarse de en medio en sus conversaciones golpistas.

​Resulta llamativa la cifra, ya que al representar a más de la mitad de la población dan por hecho que están en minoría, como les sucede en el Parlamento. Lo que no está tan claro es que este país tenga suficientes cunetas para enterrar a tanto fusilado, como ya pasó tras la Guerra Civil. Claro que estoy seguro de que entre los muchos amigos de estos militares ultraderechistas siempre habrá algún avispado promotor inmobiliario -emprendedores los llaman- que pueda comenzar a vender promociones de sepulturas con vistas al mar.

​Es desalentador saber que tanto dinero pagado para formar a estos altos cargos del Ejército ya retirados, con lo mejorcito de nuestras academias militares y de las escuelas de Altos Estudios de la Defensa y de Estado Mayor, no les ha servido, siquiera, para saber lo que es un Estado democrático y de derecho con un sistema parlamentario representativo, algo básico en los estudios de educación secundaria. Porque empeñarse en defender la necesidad de cambiar un gobierno que tiene la mayoría parlamentaria, por la fuerza de las armas, demuestra la nula cultura democrática y política que tienen generales y coroneles que juraron defender a su país y a sus habitantes.

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Patrioterismo

Tan enfrascados como estamos en conocer el impacto causado por ese mal bicho llamado coronavirus, hemos pasado por alto cierta patología que parece crecer en los últimos tiempos. Sus síntomas más visibles son la utilización continua de un patriotismo de pacotilla que, como el perejil, utilizan en todo momento, un manoseo permanente de símbolos y valores colectivos de los que acaban por apropiarse, junto a una continuadescalificación hacia todos aquellos a los que no consideran como suficientemente patriotas, tal y como lo entienden ellos.

Y es que, como si de una epidemia se tratara, son cada vez más las personas que muestran este comportamiento que, en algunos casos, presenta síntomas enfermizos como agresividad, insultos, amenazas, racismo y xenofobia, actitudes autoritarias, rechazo hacia los pobres, lenguaje intimidatorio, añoranza del franquismo, negacionismo, propagación de bulos, admiración hacia regímenes fascistas, defensa de un machismo patriarcal, desprecio hacia los contrarios e incluso una apelación a la violencia que, en casos avanzados de la enfermedad, puede llevar a una exhibición pública de armas de fuego que, incluso, presumen de llevar consigo.

En estos últimos casos de portadores con una alta carga viral, se pueden producir delirios que llevan a llamar a los que no comparten su enfermedad de manera descalificatoria, utilizando palabras como socialcomunistas, independentistas, proetarras, bolivarianos, feminazis o venezolanos, entre otras. Incluso se han descrito cuadros agudos que han llegado a calificar a altas autoridades del Estado como “felones”, “traidores”, “ilegítimos”, “indignos” y “okupas”, utilizándose sedes oficiales como el Parlamento para proferir estos insultos.

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